domingo, 2 de noviembre de 2014

Cuenta atrás.

Falta muy poco ya para el plazo convenido. El tiempo me ha jugado malas pasadas, casi logra que olvide la apuesta que las Moiras y yo pactamos en cierta noche de plenilunio, fantasmagórica, predestinada. Ningún hechizo de amor, ninguna promesa sin embargo, ha logrado disipar ese primer embrujo; me siento atraído al suave susurro del abismo con la fatalidad de quien nace para la condena. Los días se suceden con desesperante lentitud, cada minuto es un recuerdo, cada hora la obra infinita de un Dios que ha fallado en su tarea, abandonando a este despojo a su suerte. Escribo porque las ideas amenazan con hacer explotar mi corazón; es un desahogo, o quizá el testamento último y agónico de alguien que solo desea ser salvado, a sabiendas que nadie podría hacerlo.

Un par de tenazas han apresado mi respiración. Los hospitales se hacen mi segundo hogar (si es que alguna vez existió un primero), mi organismo falla al tiempo que mi voluntad flaquea; ebria caricatura de mí mismo, existencia triste que requiere del beso etílico para conciliar el sueño. Podría ser un buen escritor si alguna vez pudiera aprender a escribir. Pero solo soy yo, o una sombra de lo que pudo ser; ¿quién podría saberlo? A medida que las fechas pasan y que el día se acerca con raudos pasos, las razones disminuyen, este escenario surreal se transmuta en decenas de miedos irreales, Sísifo de mis propios pensamientos. Mi percepción es nublada, a manera de vaho idiotizante que cubriera mis ojos de una realidad que deseaba con anhelo desmedido. Una realidad en que aprendí a amar, en la que hice intentos por no perecer en mi propia oscuridad, en la que fallé miserablemente.

Solamente quedará la despedida. Veintiocho días, una por período de veinticuatro horas. Habrá que encontrar valor en la necesidad de no dejar cabos sueltos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario