viernes, 14 de noviembre de 2014

Velo.

Ver el mundo detrás del espejo es una experiencia confusa. Existes en un limbo sin tiempo ni nombre, deslizándote entre lo tangible e irreal; tus sentidos registran impulsos, debilitados por la suave cuna del velo, de modo que el dolor se vuelve simple molestia, el amor se degrada a un latido irregular del corazón, el mundo se torna difuminado y gris. Las voces lejanas te alcanzan a través de un filtro que las convierte en una caricia tenue, que apenas es suficiente para que tus oídos vibren y te hagan saber que hay alguien ahí, que tu presencia no es única en tu muy personal infierno. El día, entonces, es una celda silenciosa, cuyas paredes de granito e indolencia aíslan las percepciones del exterior, condenándote a escuchar perpetuamente tus propios pensamientos, como una letanía interna que no cesa de acusarte. 

Los pensamientos son una multitud incoherente y caótica, incapaces de ponerse en fila y ser elegidos uno a uno. Y el habla, entonces, es una serie irreverente de balbuceos que pugna por hacerse entender; imagino que para los otros, verte del otro lado de la tela fina que se ha entretejido alrededor de tus ojos debe ser un deleite y una broma, con las pupilas dilatadas y la breve, mas insigne, lucha por hilar ideas con palabras. En tus sienes hay un ritmo incesante, cadencia fatídica que resuena como un tambor sin sentido, marcando el paso de tus propias venas. Protegido en tu calabozo íntimo, donde las voces intentan alcanzarte pero invariablemente terminan escapando, tu existencia transcurre en un estado de complaciente idiotez. Y terminas escribiendo toda una sarta de estupideces que carecen de la más elemental lógica, tan solo por sentir que el vómito de tus pensamientos inconexos puede salir y no ahogarte por dentro.

Este rostro no es mío. Estas emociones amordazadas, estas manos temblorosas, estos orbes dispares que amenazan con emprender camino propio. Esta piel indiferente al frío y calor, estos vocablos sin sentido, estos andares de albatros sin alas. Estos oídos sordos de tanto escuchar, esta presión errática, esta visible y suprema perdición que me tiene sumido en un mar ingente que me desliza de un lado a otro. Este cuerpo animado por costumbre, esta sombra que se cierne sobre mí sin llegar a engullirme, tan solo manteniéndose paciente, al acecho. Este existir automatizado, este no soy yo. Pero lo soy.

Es por eso que odio depender de un comprimido para ser funcional.

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