lunes, 26 de marzo de 2012

Ciudad mía, ciudad.

La ciudad más grande del mundo. Qué descripción tan pobre.

Habían pasado ya, seis años desde que mis pulmones respiraron este smog tan puro. Y veinticinco años atrás, se me empezó a inculcar el miedo por ella, la siempre creciente, siempre caótica, nunca comprensiva, Ciudad de México.

Solo tuve dos años para intentar existir en ella. Fuera de la limitada esfera que me era permitido usar, existía todo un mundo de complicaciones indescriptibles; ideas flotantes en las paredes del Metro; rebeldía fija y siempre sin sentido; orates caminando con sus propios demonios a plena luz del día; skatos, punks, rockeros, darketos, y un sinfín de tribus más; esperanza al borde de las banquetas rebosantes de basura; miradas perdidas por doquier, en un ensueño alerta que embarga a los transeúntes y a los usuarios de los múltiples transportes colectivos; una lucha latente y siempre porfiada en sobrevivir, una esperanza. Esos dos años me abrieron los ojos a esta y mil realidades más; coexistí con todo aquello que siempre se me satanizó, y crecí, más de lo que quisiera admitir. Pero hoy aún, o más bien ayer, seguía siendo un niño.

Profetizé que sería una jornada dura. Y lo fue. Mas no por los motivos que yo tenía en mente, sino porque resultó ser más un viaje de muerte, que una pelea por la vida. Ayer morí, y hoy no soy el mismo en manera alguna. Los cambios que venían dándose desde hace varios años atrás, culminaron ayer en la traición suprema a lo que creía verdadero e inamovible; el código que creía mío, inmutable, perfecto. Ayer sucumbí, cerré los ojos, e intenté no pensar. Ayer hundí mi cuerpo en la banalidad más profunda, en el embotamiento de los sentidos debido al placer. Y hoy fui burlado, herido y vapuleado, con la mayor educación posible. Una mirada sardónica me dijo todo, y aquella pequeña y bien definida boca terminó de destruirme.

Ah, Ciudad de México. En ti vine a derramarme y a fallecer, más de una vez. En tus calles asfaltadas, tus anchas avenidas, tu constante ir y venir, en los ojos vacíos de tus habitantes. Descubrí qué es lo que más añoro de ti: el no existir. Sin embargo, eso se debe a que no estoy conforme con lo que soy ahora; de ahí que prefiera simplemente ser un número más, una estadística "esperando a ser cumplida". Cobardía pura, error de novatos. A ti te tenía miedo, a ser engullido por ti; no obstante, ayer caminé por pleno Centro, enmedio de la oscuridad, y físicamente sigo incólume. ¿Por qué no pude disfrutarte antes? ¡Esos años nunca volverán, y los anhelo tanto de vuelta! ¡Sumérgeme en tu seno, hazme olvidar que alguna vez me fui! ¡Quiero ser!

¡Cómo he temido, durante todo este tiempo! Un escape tras otro, un engaño y otro más, incluso infinitas complicaciones que creaba y recreaba sin ninguna razón más que el miedo. Dos personas, solo dos, me han hecho entender eso, ambas de maneras distintas. Una de ellas, con la sencillez de sus razonamientos. La otra, con la frialdad de sus opiniones. Y ambas me han dejado huella profunda, una como amante, la otra como hermana. Tengo que agradecer a las dos por este doloroso proceso. No sé si he de renacer; pero debo intentarlo, pues ahora ya no queda nada de mi cómodo mundo. Hoy, en las miradas ausentes de los transeúntes ejecutivos, descubrí todo aquello que no quiero ser. ¡Libertad, clamo ahora! ¡Libertad de mis ecos y profanaciones!

En esta ciudad, en este viaje, encontré más de lo que quería buscar. Me he perdido, y mi esencia aún vaga por algún parque, o va a bordo de un vagón del Metro. Posiblemente transite por las calles de Reforma, perdida y sin saber qué quiere. Pero esa es una parte de mí que murió, y como tal fue desprendida a golpes de mí; es el trozo de alma que ya no quiero ser, ni tener. Ya no soy tuyo, Distrito Federal; mas, por unos días, sentí todo aquello que en diecisiete años no alcancé a comprender. A ti, ciudad maldita, refugio de delincuencia y contaminación, infame recinto de la urbanidad, dedico mi nueva existencia, de la cual aún no sé si será mejor o peor que la anterior. El entender eso, será parte del desgarrante trance por el que aún debo pasar.

Tus muros grafiteados, tus autos encerrados en el perpetuo hastío del tráfico. Tus murales, tus parques, tus aflicciones y tus centros comerciales. Librerías, transeúntes, pérfidos buitres carnales. Todo aquello que tú eres, lo que hemos hecho que seas; ¿qué más puedo decir de ti, inhumana y engreída ciudad, que todo concentras y nada niegas?

Adiós, ciudad mía; yo no te he de volver a pisar. Si alguna vez mi cuerpo regresa, será otro el que venga habitándolo; hoy moriré dentro de ti, y mañana quizá me digne a volver a nacer.

Adiós, Distrito Federal.

martes, 13 de marzo de 2012

A mis veinticinco años.

A mis veinticinco años, he aprendido que la noche es más larga de lo que parece, que no se cuenta en horas, sino en humo y palabras. Que el tiempo que antes parecía eterno e inmutable, resulta ser una plática enrevesada entre mi pasado y mi futuro, donde el presente se canta en rimas plácidas y odas trágicas.

Que de mi vida no queda más que un momento y dos instantes, tres palabras y una sola melodía interminable, que trato de seguirla y cantarla pero el ritmo se escapa...

A mis veinticinco años, el pecado del alcohol y el beso del cigarro han probado ser aliados creativos, más si se toman en dosis moderadas, y siempre junto a un buen libro (o mejor aún, una boca dispuesta y una mente vivaz); permití que los albores del sexo profanaran mi castidad de mente, y ahora disfruto de la anatomía femenina como se saborea el capítulo último de una novela interminable. Con sagacidad y tristeza, a mis veintinco años he descubierto ideas que no pensaba, sentimientos que no tenía, y corazones que no recordaba haber dejado atrás; encontré el amargo gusto de la nostalgia, ¡miel y canela sobre hojuelas de arsénico!, sutil envenenadora del buen morir.

La pluma que porto, no tan cercana de la demencia como yo, es un cruel aliado que redobla sus embates cuando más obnubilada está la memoria - y más despierto el sentir puro. Hoy, un día cualquiera en la vida de un hombre cualquiera de veinticinco, ese instrumento fiel y voraz se revela como un mástil de salvación, la idea finita de un Dios cansado, el máximo avistar del porvenir no escrito. Yo, al tratar de empuñarla, olvido que no sé escribir, e imagino que redacto, dejando un reguero de tinta y desesperación allá donde voy.

En esta edad, cuarto de siglo, inminente derrota de la juventud, no he encontrado placer más deleznable que el deleitarse en la estupidez ajena. He ahí por qué me odio tanto a mí mismo, falaz practicante de vicios que repudio: la arrogancia y la soberbia corroen mi alma, y pretendo enjuiciar a quien procede como yo. He tratado, durante veintinco años, de inventarme y reinventarme, o más bien, de componer la rapsodia, que terminó en comedia, y ahora es mi existir. Quede ésto como testimonio macabro y fehaciente de una virtud desperdiciada; la mente sin cultivar es fermento para moscas, y siento ya gusanillos en mi cabeza. Me declaro culpable de la indolencia y el desvelo. Tantas noches en vigilia, perdidas en imponderables; tantas historias por contar, que han muerto desde la raíz. El epitafio de mi arte se escribió en tinta invisible.

A mis veinticinco años, me siento viejo. Porque los sentimientos que tengo, no son de veinticinco años; diría yo, que llevo un anciano de ochenta muy, muy adentro.