martes, 2 de octubre de 2012

Día 7: Tlatelolco.

Quedan palabras para las esperanzas de libertad
aplastadas bajo botas de totalitario gobierno...

Tlatelolco.
Altar del sacrificio de las almas ingenuas
que claman por justicia.
Eres un muro carmesí
en la historia del país
donde no pasa nada.
Aún entre los textos vacíos,
resuenan tus palabras:
ideas de equidad y valentía,
de muerte al dictador,
de reto a la cobardía,
de corazones unísonos
clamando por la vida.
Me dueles, Tlatelolco,
como la herida inevitable
de las horas póstumas. Eres
la vergüenza del tirano
y el escarnio del asesino. Eres tú
la piedra angular
en la revolución de la nada;
te tiñes de rojo y gris,
bebiste el elixir de la eterna agonía.
Los pies que te profanan no ignoran tu valía.
Las madres angustiadas
te colmaron de lágrimas;
la milicia te saluda
con el fragor de las armas;
y el Gobierno te insulta
con su nada, nada, nada...

¿Los estudiantes, acaso
vaciaron en tu ser
el último aliento?
Hay quienes dicen
que los datos son inciertos;
mentiras de los rojos
para corromper al pueblo.
Te niegan, Tlatelolco,
como a la amante incómoda;
siendo que en sus carreras
(repudiando tu memoria)
te mencionaban, plaza impía,
como la condena a la tiranía.
Todos escupimos a la Muerte
cuando rompe la corrección política.

En anonimato las almas
languidecieron sobre tu asfalto.
Fuiste testigo, Tlatelolco,
de la infamia y el fracaso
del sistema mexicano y el pueblo aletargado;
cuando los fusiles lloraron
sobre los inocentes manifiestos,
¿lloraste tú acaso
por cada hijo asesinado?
Te pregunto, ¡oh México
parodia de nación soberana!
¿Cuál de tus ocios queda
para redimir a las madres despojadas?
¿Te satisface la podredumbre,
te conformas con migajas?
¿Necesitas otra matanza
para romper en proclamas?
"Dos de octubre" clamaron hoy,
tres de octubre será mañana.
Y, en los hogares de la Patria,
las ideas serán olvidadas...

Te perdono, gran maestre
de la represión y la desgracia.
Eres tú marioneta imbécil
de una voluntad nunca manifestada
en viva voz; pues la sociedad permitió
con su tácita complacencia
y su indiferencia asesina
que tú reprimieses con mano divina
el justo clamor de la indignación.
Muerto ya, ¿qué culpas te quedan?
Escapaste al escarnio y la venganza.
Quedamos nosotros,
los que lloramos por las ánimas
de aquellos que lucharon en franca desventaja:
acallan al progreso los rifles y culatas,
y de nada sirvió que la pluma venza a la espada.

Jóvenes promisorios.
Trabajadores,
periodistas,
madres y familias.
Todos lloraron este dos de octubre.
En luto eterno guardamos esta fecha
jamás olvidada, jamás perdonada.

México, hoy moriste.
Cuarenta y cuatro veces te desangras,
y de ninguna de ellas has aprendido nada.
Acteal, Canoa, Atenco, Cananea.
Río Blanco, Corpus Christi, Ciudad Juárez, la esperanza.
En todas ellas falleces,
y en ninguna encuentras calma.

Tlatelolco.
Insignia
de mi tristeza más querida.

¡Dos de Octubre no se olvida!
¡Es de lucha combativa!

Día 6: Paquete.


Llevaba en las manos un paquete desconocido, preguntándose qué estaba dentro. No sabía si la curiosidad le había hecho recogerlo, o un sentido extraño de empatía por el destinatario; la tarjeta tan sólo daba una dirección, suficiente para dar con el futuro dueño. El pequeño envoltorio estaba sobre el césped, en aquel parque donde, tiempo atrás, la invitante brisa y el escondite del Sol propiciaban el encuentro de dos enamorados o el retozo alegre de los párvulos. Resultaba intrigante, ¿cómo llegó ahí? ¿Se habría caído de alguna bolsa? ¿Intencionadamente alguien lo dejó, olvidado y sin vida, a la espera de un alma caritativa que llevara consigo la responsabilidad de entregarlo? Sin duda, al menos un par de estas cuestiones pasaron por su mente.

Mas su semblante permanecía animoso, sin ninguna sombra de suspicacia. Era feliz haciendo el encargo que nadie realizó. Se preguntaba cuánto tiempo estuvo el pobre objeto olvidado en una cama verde. Cuántas personas iban de aquí para allá, pasando de largo, fijando su mirada en él tan sólo el tiempo suficiente para convencerse de que no era asunto de su incumbencia. Esperando, con su fría alma de objeto a la expectativa. Quizá el Sol, incluso la Luna, le dirigieron miradas de pena, o los árboles le arrullaron mientras la espera se hacía más larga. Fue el cántico de las hojas lo que le infundió esperanza para seguir reposando en su lecho de pasto. Hasta que se apiadó de él y lo condujo a su destino.

Iba caminando con un paso seguro, con la atención fija en las calles; sería una lástima que se perdiera junto con el envío. Una, dos, varias cuadras pasaban fugaces ante sus pies. Aceleró el paso, pues de súbito recordó el verdadero motivo de su salida, y no quería demorarse más de lo necesario por su inesperada tarea autoencomendada. La gente le observaba con asombro, su marcha resultaba cada vez más presurosa. Las piernas empezaban a molestarle, y los pies exigían un descanso de aquel andar rápido. Se dio la orden de resistir, a juzgar por sus conocimientos de la ciudad el objetivo estaba cerca. Llegaba tarde a la cita con su destino.

Al cabo de un tramo (que le pareció más largo que el resto de la caminata, tal era su cansancio), una puerta de madera apareció ante sus ojos. Se trataba de una residencia opulenta, una de las más grandes que en su vida había contemplado. Quien ahí morara debía gozar de una economía desahogada, a juzgar por las apariencias y los vehículos estacionados tras la reja que soportaba nuestra puerta. Entonces vaciló un poco, no era algo que fuese su costumbre, ni la clase de lugares que solía frecuentar. Respiró profundo, ¡qué corazón tan inoportuno, se dignaba retozar en estos momentos de decisión!, y dio un paso adelante.

Tocó el timbre. Tardó un poco en salir alguien, un hombre de traje negro, camisa blanca y corbata lúgubre. Facciones duras, posiblemente un guardaespaldas. Parcamente, preguntó por la razón de la visita, a lo que sólo pudo balbucear un poco sobre el paquete, su historia a medias, lo poco que conocía. Y lo entregó, sín más ceremonia.

Ya había dado la vuelta, cuando el mismo sujeto le detuvo, diciéndole que esperase un poco, pues el contenido de la cajita, una vez abierta, resultaba importante para el legítimo dueño, y como tal éste iba a recompensarle. Le pidió que le acompañara al interior del edificio. Accedió, no sin antes dudar un poco; ya era tarde. Pero al fin decidió entrar, más que nada por no desairar al destinatario.

Una vez adentro, la bala penetró en su cabeza, limpiamente. Nunca llegó a saber qué contenía el envío, que tan amorosamente llevó a su propia tumba.

Día 5: Sueño.


Dormida habrás caído ya.
Creo yo que mis plegarias llegaron a oídos sordos.
Tal vez no seas tú, tal vez no sea yo.
O tal vez, solo quizás, a ningún lugar llegó mi canción.
Descansa ya, mujer que habitas mi alma.
Duerme, con el suave arrullar de mis latidos.
Te poseo, no lo sabes, pero eres mía
Pues, ¿como un hermano, quién más te ha protegido?
Posesión no, solamente dulzura
Compartida en noches de plenilunio.
Me perteneces, y soy tuyo, pues incluso
Cuantos amantes destrocen el decoro y recato
De ti y de mi, ambos somos cómplices
En este delicioso absurdo.
Duerme ya. He acabado. Sigues ahí, y yo conmigo.
Sé que me amas, en cada segundo
Escucho la atronadora voz de tu ser.
No dudes que un símil de ella
Anida en cada idea de mi entender.
Quisiera verte y despedirme; otra ocasión será.
Duerme, que Selene te lleva mi vista y mi bendición.
Duerme ya.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Día 4: Mariposa.

Mariposa, con tus alas - sueños y luceros - 
Este día emprendiste tu camino
Hasta el inmutable firmamento.
Todo es silencio. Quisiera, un momento
Sentir el eco súbito de tu voz.
Vuela, vuela lejos... Aún no llego...
Pero ten por seguro que lo haré
A ese rincón, al sitio perfecto,
Donde reside el espacio sereno
Y la paz da cabida a tu ser.

Te extraño, siento tu pérdida
Como frío aguijón de irrealidad;
Si preguntaran "¿Cómo esta ella?"
Estoy seguro, casi podría jurar
"Le vi apenas, seguro bien está..."
Inesperado abrazo de los ángeles, 
Un suspiro pronto al corazón.
Lleva contigo mi esperanza, 
Estarás en un lugar mejor...

Si no apreciara tanto tu recuerdo,
No cantaría con quebrada voz.

Antes, tan solo imploro,
Que tu alma - la que tanto añoro -
Pronto vuelva a ver.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Día 3: Dedos.

Para mayores de 18 años. Algunas personas (particularmente chicas) podrían considerarlo ofensivo y/o perturbante, mis disculpas adelantadas. El motivo de tan grotesca narración es mi afán por revivir el germen creativo, buscando inspiración en los más insólitos motivos. Agradecería que, si se toman la molestia en leer el texto, lo hagan con una mente abierta y preparada, pues quizá el tronco de la narración pueda resultar casi repulsivo.

Doce de la tarde, un Jueves cualquiera. Estaba sentado frente a su escritorio, en aquel cuarto reducido y apenas equipado que le habían asignado como consultorio provisional. Ni siquiera el aire acondicionado podía vencer por completo al asfixiante calor de la atmósfera; el aire era pesado y húmedo, con resabios de la lluvia nocturna, y acompañado por los rayos vibrantes del Sol de mediodía. Enfundado en su bata de laboratorio, y vistiendo bajo ella prendas casuales, aquel galeno trataba de seguir el hilo de la conversación con el agente farmacéutico que había ido a visitarle. Todo en esta vida se reduce a compra y venta, pensaba nuestro personaje, aburrido ya ante la insistencia del vendedor. Su perorata entusiasta era rápidamente ignorada por el hastiado doctor, que buscaba el más mínimo pretexto para despedirle de su lugar de trabajo y continuar con la jornada laboral, que dicho sea de paso no prometía ser más relevante que la del día anterior.

Súbitamente, alguien tocó a su puerta. Aliviado, interrumpió cortésmente a su interlocutor, y se levantó de su asiento para franquearle la entrada al visitante. Dada la naturaleza del lugar (una farmacia de costos populares), esperaba encontrar alguna anciana reumática o quizá un obrero cualquiera aquejado por una gripa feroz. Cuál fue su sorpresa cuando, al abrir, se encontró cara a cara con una joven que frisaba los veintitrés: cabello largo y oscuro a los hombros; figura muy levemente pasada de peso, mas con todas las deliciosas curvas femeninas en su respectivo y apetecible lugar; tez morena clara y facciones delicadas tergiversadas por la molestia. El doctor le indicó que esperase fuera mientras despachaba al primer visitante y, sonriendo, regresó a su escritorio, terminando con prontitud la entrevista con el comerciante. Tras lo cual, tratando de emitir una voz que no demostrase su nerviosismo, indicó a la chica que pasara.

Junto con su próximo paciente entró un acompañante inesperado, que empañó un poco su regocijo. Venía con la mujer un joven de edad afín, rostro moreno y ceño adusto. Maldijo para sí, mas sonrió a los recién llegados y se dispuso a escuchar. Tras unos minutos de consulta, el médico dedujo varias posibles causas para los malestares de la fémina; sin embargo, un muy leve y escondido brillo de lujuria asomó a sus orbes, al darse cuenta que, a fin de confirmar sus sospechas, tendría ocasión de ejercer sus pervertidos designios.

Empezó por indicar a la chica que se acostase en el camastro de exploración, ignorando las explicaciones del acompañante masculino, y concentrándose en los sutiles movimientos de los músculos bajo la bronceada piel. Discretamente, tragó saliva cuando ordenó a la enferma que descubriese su abdomen, mandato que ella cumplió con deliciosa lentitud; devoró con la mirada cada centímetro de piel que se iba revelando bajo la ajustada blusa, arremangada ahora justo debajo de los magníficos pechos. El ombligo, ¡oh, lasciva cicatriz!, se le antojaba copa exquisita para beber la ambrosía de la vida; sin embargo, aún bajo los influjos de la excitación, mantuvo la calma y prosiguió con el examen táctil. Presionó distintas zonas, utilizando para ello sus dedos índice y medio; en base a dicha prueba, dedujo que la causa de los dolores provenía de algún punto del bajo vientre. Sabía qué hacer a continuación, y ese era justamente el pretexto para dar rienda suelta a sus deleznables vicios.

Con toda la seriedad de la que pudo echar mano, informó a la pareja que la zona afectada era hogar de varios órganos, y por ello era imposible determinar con un análisis tan somero la naturaleza exacta de la afección. Añadió, con un gesto que pretendía ser tranquilizador (más o menos logrado, cierta malicia teñía su expresión), que necesitaría hacer un reconocimiento de índole más íntima, para descartar cierta clase de problemas. La chica palideció ante tal declaración, y con gesto azorado se volvió hacia su compañero. Éste asintió, tranquilizador, y comenzó a acariciar su cabello; su rostro denotaba ternura y preocupación a partes iguales, aderezadas con cierta desconfianza. No obstante, él no era el doctor, y él no daba las órdenes. Disculpándose un momento para revolver en su gaveta, el vicioso matasanos les escuchó hablar en murmullos, notando la angustia en ambas voces. Tranquilo, no le haré nada que no sea necesario... Pensó para sí, deleitándose por anticipado con la morbosidad que acompañaría lo que debía ser un procedimiento casi rutinario.

Pidió entonces a su paciente que se despojara completamente de sus vestimentas, de la cintura para abajo. Visiblemente sonrojada, y con el rubor de la vergüenza coloreando sus mejillas, la joven aceptó, reticente aún. Empezó por desabrochar la falda que vestía, y no con poco esfuerzo pudo quitársela, ayudada por su pareja. Bajo la prenda vestía unas ajustadas mallas oscuras, que a pesar de su color aún dejaban adivinar el contorno elástico de su ropa interior. Se detuvo entonces, insegura; mas, tras cerrar los ojos, comenzó a quitarse también dicha prenda. Para suerte del médico aquel, el muchacho no tenía ojos ni oídos más que para su amada; de otro modo, pudo haber notado el indiscutible gozo que pobló los ojos del pervertido cuando contempló la entrepierna de la aquejada, cubierta apenas por unas finas pantaletas de tela prístina. Podía, con su corrompida imaginación, trazar el mapa de aquella flor magnífica, separada de él y su impudicia por fina y ajustada tela; saboreó el deleite del voyeur impune, y aún se detuvo un par de segundos más de lo meramente académico para paladear su siguiente paso.

La pobre y azorada mujer terminó de remover aquel último bastión del pudor. Ante la atenta mirada del voluptuoso, se desvelaban los misterios de la intimidad femenina; aún cuando no era ni por asomo la primera vez que gozaba de tan perverso placer, se sentía excitado como si nunca hubiera visto nada igual. Se imaginó a sí mismo entre las abiertas piernas de la fémina, separando los carnosos labios con su aberrante lengua; casi le oyó gemir y le sintió retorcerse, como si cupiera alguna posibilidad de que la pobre joven pudiera corresponder a sus desviadas fantasías. Pronto se repuso de aquella ensoñación, sin embargo; tenía frente a sí una obligación que cumplir (la cual estaría teñida de culposo deleite, sin duda alguna).

Calzó su diestra con un guante de látex. Tras pedir a la paciente que separara sus piernas, aplicó a su índice un poco de lubricante, y procedió a untarlo en la gloriosa entrada. La reacción de aquella mujer indefensa no se hizo esperar; instintivamente, las nalgas se tensaron, cerrando el paso a cualquier intruso y dificultando el goce del perpetrador. Mas éste era más experimentado, y tenía la ventaja de su posición autoritaria. Así pues, con sabios masajes, terminó por derribar lo suficiente las defensas para introducir el resbaloso dedo en la cavidad femenina, que se mantenía seca y rígida. Un lastimero gemido traspasó los labios de la agredida, al tiempo que su acompañante intentaba calmarle, ajenos ambos a los sucios pensamientos del asaltante. Éste último comenzó a palpar el interior de la estrecha vagina, la cual se empecinaba en expulsarle, como si el instinto mismo del cuerpo predijera mejor que el entendimiento las verdaderas intenciones del atacante. Se retorcía la muchacha de dolor e incomodidad, al tiempo que su agresor cumplía tanto con su trabajo médico como con las licencias para su lascivia.

Imaginaba el perverso doctor que los quejidos no eran debidos a la incomodidad y suplicio, sino que ésta se le entregaba por completo ante el experto tacto de él. Le veía claramente, invitante, sonriente, suspirando con cada arremetida de sus dedos, abriéndose su húmeda intimidad ante el inevitable placer que el viejo le causaba. Le masturbaba con creciente fuerza, arqueando sus apéndices para estimular el punto secreto que haría vibrar a su imaginaria amante; casi podía escuchar los anhelantes susurros, que iban in crescendo solicitando más, más más, acompañados de un voluptuoso movimiento de sus nalgas y caderas, que terminaría en explosivo y fulminante orgasmo... La verdad era otra; la desafortunada mujer luchaba porque el tormento terminase; su compañero, con creciente preocupación y enojo, trataba de tranquilizarle, alternando sus caricias con asesinas miradas al galeno, que a pesar de todo mantenía un gesto profesional...

Justo a tiempo despertó de su depravada alucinación. Cuidadosamente, extrajo sus dedos (había terminado por introducir dos en la vagina de la afectada), e informó al dúo que la chica presentaba síntomas de un posible cambio en el útero. Su diagnóstico era sincero, aún cuando el método de obtenerlo había estado manchado de obscenidad. Recobrando su aplomo, le permitió a la mujer vestirse de nueva cuenta, indicación que ésta acató con la mayor rapidez posible. Volvió a su escritorio, y garabateó una receta, adjuntando además indicaciones para más sofisticados - e indudablemente más profesionales - análisis que se requerirían para un dictamen preciso y definitivo. Les recomendó que realizaran sus instrucciones lo antes posible, a fin de evitar complicaciones graves; y tras cobrar la consulta (hecho réprobo en sí, como si el culposo placer obtenido no hubiese sido suficiente pago), cerró tras ellos la puerta, y puso el seguro en la manija.

Ninguno de los dos que se habían ido había notado que el doctor no había tirado el guante usado al cesto de basura. Discretamente, éste lo había guardado en un bolsillo, sin que ellos pudieran darse cuenta de tan extraño y antihigiénico proceder. Ahora, a salvo con sus fantasmas y réprobas ensoñaciones, extrajo el látex sucio de su bata de laboratorio, acercando la zona embadurnada con las secreciones íntimas de la víctima a su anhelante nariz. Aspiró profundamente, regodeándose con cada molécula que cruzaba su infame olfato; recreó entonces las magníficas formas de su inconcebible manceba, complaciéndose en cada detalle de la exploración perpetrada, pues estaba ya grabada a fuego en su memoria... No conforme con esa última violación, comenzó a chupar con fruición los fluidos vaginales que aún restaban en los guantes, frotándose furiosamente el creciente miembro por encima de la ropa mientras lo hacía. Lograda la erección, bajó el zipper de su pantalón y dejó libre la miseria de sus genitales arrugados y casi en desuso; al mismo tiempo, introdujo el plástico en su boca, succionándolo con desespero, como si en ello se le fuese la vida. El libidinoso facultativo siguió con su placer onanista, alcanzando prontamente el clímax; sus gemidos se vieron acallados en gran medida por la goma que ocupaba su boca, y su rancio semen se derramó encima del camastro.

Apenas recuperaba el resuello, cuando volvieron a tocar a su puerta. Se limpió el pene velozmente, y arrojó por fin el látex al cesto. Corrió entonces a abrir la puerta, siendo saludado por otra joven incauta que también buscaba remedio a sus malestares. Al darse la vuelta para regresar a su escritorio, notó de reojo una mancha blanca sobre el catre de examinación, y sonrió para sus adentros, fantaseando por anticipado con la segunda compañía de su día...

viernes, 28 de septiembre de 2012

Día 2: Plegaria.

Cuando decides poner mis fuerzas a prueba, te me antojas el ser más irónico y cruel de la creación. En esos momentos eres la sal sobre la herida, la prominencia antes de la caída, el murmullo que los suicidas escuchan al oído antes del acto fatal; eres un presagio funesto y el vacío legal en el karma. Podría insultarte, renegar de ti; los impulsos son varios, cada uno más irreverente que el anterior. Sé que no solucionarían nada, y peor aún: muy en el fondo, sé que nada de ello es tu culpa, y aún cuando lo fuese, eres como el padre que hace crecer poniendo piedras en el camino. Pero necesito maldecir, quejarme, mostrar una sonrisa y por dentro gritar con el desespero de los caídos; amargo por dentro y cordial en el exterior.

Se me pasa al cabo de horas, cigarros, ilusiones. Una vez que descargué el rencor agridulce, y no queda más que el vacío de la desesperanza, vuelvo a mirarte con aquellos ojos desprovistos de enojo, suplicantes y patéticos. Anhelante mi voz, cansados mis ademanes. ¿Es que te regodeas en las lágrimas? ¿Componen ellas la ambrosía que corre por tus venas? Ignoro todas esas preguntas, así como los reales motivos que me trajeron aquí; solo sé que, tras despotricar y lamentarme, solo me queda la plegaria y la lucha.

A ti me dirijo: fuerza invisible, consuelo ambiguo, visión más allá de lo evidente, caos en lo eterno. Ruego por que intercedas ante mí mismo, y me recuerdes cuántas veces me he caído y levantado; que lastimes mi alma con cardos y espinas, para recordar el dolor y cómo sobrevivir a él. Pido esperanza y paz, pero solo si la he merecido; pido por ella, la que a mi lado ha avanzado, mi escudo y mi espada contra tu porvenir. Que si es el peor de los casos, el que me ha colmado la paciencia y el llanto, sepamos sobrevivir y reponernos; lloraré las noches que tú pidas como tributo, y escribiré los lamentos que componen tus oraciones. Oh, lluvia inesperada, canción de los mutilados, sobredosis de divinidad; ruégote me concedas la templanza y las palabras, te pido a ti una luz de desespero, y un corazón teñido por la desgracia, que sepa responder a la tormenta.

¿Cuántas veces he de respirar este aire teñido de adversidad? Caminaré siempre con el estigma del condenado a la vida, como humano, como hombre, como mexicano, como ciudadano, como esposo, como padre. Facetas mías, algunas inexploradas, pero todas falaces cuando asoma el verdadero germen de la impotencia. Clamaré por ti hasta que el aliento me haya abandonado, y sepa al fin qué hacer; en el abrazo de la oscuridad, la más pequeña mota de luz será mi tabla de salvación. Solo necesito una respuesta... Después, plañiré por todo lo demás que falta.

"Padre nuestro que estás en los cielos..."

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Día 1: Transterra.

Con dedicatoria a una de mis amigas más antiguas y apreciadas.

Cierro los ojos. En el silencio de mi habitación, dejo que las olas de mi pensamiento anulen los susurros de mis culpas, que un aire salado nacido de mi imaginación exhume de mis poros cada preocupación, problema y fallo. Permito que me envuelva ese viento profético, que el murmullo de las aguas haga sucumbir mis sentidos a una suave melodía de calma y paz... Siento los hilos de aire envolviendo mi cuerpo entero. Dejo de sentir el peso de mi ser; atrás se quedan las cargas de realidad, los sinsabores y fracasos, la debilidad. Soy transportado en vilo por frías manos de quietud y brisa; conozco bien el destino, un lugar nombrado de maneras distintas, al que solamente se puede entrar con el corazón curioso y la esperanza en lo desconocido.

El tiempo comienza a transcurrir de manera diferente. Sé que los eones se suceden con la vertiginosa carrera de segundos en este lugar; que las ideas fluyen, tangibles, entre personajes de fantasía; reconozco las historias que pueblan este singular mundo. Poco a poco, mis ojos se abren, tratando de acostumbrarse al destello de mil hadas contadoras de cuentos. El panorama ante mí se revela vasto y caótico, con una singular y embriagadora belleza nacida de miles de mentes. Cada sueño, ilusión y palabra llega aquí, a la tierra onírica de las leyendas.

En mi lengua, le conocemos por otro nombre. Eldréion, le llaman los nativos: cuna de Eileen la Pura. Entre los millares de nombres que posee, éste es el que yo reconozco y reclamo como mío; así como otros entendimientos y sentimientos hicieron antes de mí, y seguirán haciendo. Ella, mi guardiana, le llamó Transterra, a su vez; solo quienes osan poner un pie en este plano quimérico podrían entender su vastedad y, al mismo tiempo, el porqué todos nosotros lo sentimos nuestro y particular. Y heme aquí, de regreso tras devastadoras oleadas de crudeza y abatimiento. Estoy en mi terruño más apreciado, la zona que solo a mí pertenece, mas comparto con todos. La Ciudad Oculta bulle en excitación ante mi llegada; puedo observar la vida cotidiana permeando entre los callejones; la Fuente Roja manando su exquisito elixir, el cual refulge con tonos carmesíes bajo el Sol de media tarde; los Guardianes, el salón del Concilio, y todos los pobladores unidos bajo el estandarte de la familia Clairt. Reconozco cada detalle; a todos ellos los he pensado y descrito de alguna manera, siquiera como imágenes en mi memoria; los adivino entre los azares del tiempo presente, y siento cómo ellos me dan la bienvenida tras mi larga ausencia.

Aquí, entre las historias, recuerdo mi lugar y mi porqué. Desenfundaré mi pluma de nueva cuenta, y volveré a relatar los misterios de esta comarca que muchos otros han descrito con maestría mayor a la mía. Sin embargo, el rumor de la tinta calma mis ansiedades, y me recuerda por qué tengo que vivir aún. De modo que volveré a recorrer las intrincadas calles, saltaré los muros y volveré a conocer a los habitantes de Eldréion, de Transterra, de la Tierra Media, de Fäerun y Eberron; de la multitud de nombres que denominan a este universo singular.

martes, 25 de septiembre de 2012

Un año.

Hay momentos en que es menester hacer un alto y reflexionar. El vacío interno puede ser ignorado por tiempos, intentamos seguir adelante y no ver dentro de nosotros mismos. Pero la bestia siempre nos alcanza, y por más que cerremos los ojos y tapemos nuestros oídos, sus rugidos y fétido aliento terminan por envolvernos completamente. Hay momentos para recordar, olvidar, creer, sentir, soñar; y siempre hay un punto en el camino, donde decidimos si seguiremos dibujando huellas en la arena, o cambiaremos el rumbo hacia el fragor de la montaña.

Hoy llegué a una de esas disyuntivas. No es la primera vez que permito que mis miembros se desplomen, mi mente se resquebraje, y mis ojos se inunden con los lamentos del ayer. Sin embargo, hoy fue diferente. Más que un ultimátum, me veo en la difícil elección de pelear o morir; cuando miré alrededor con desespero, intentando encontrar alguien a quién aferrarme, solamente pude percibir negrura. Estoy solo, al final. Nadie llorará con mis ojos, ni sentirá el calambre de mis piernas cansadas; hijo de hombre soy, y llevo conmigo el milenario castigo del desamparo.

Sé que necesito con suma urgencia ser algo más. El sabor de la mediocridad corona mis labios marchitos; es como una cruel ambrosía, elixir maldito que no me permitirá nunca olvidar el punto más bajo de mi existir. He aquí un ser humano derrotado por su propia carga, el interesante testimonio de un títere sin cuerdas; juguete olvidado, caricia nunca aceptada, melodía en el vacío, corazón entre las espinas. ¿No es patética la forma en que se admite la propia derrota?

No, cuando se tiene que encontrar en el interior una razón para seguir. No queda nada más que morderse los labios y apresurar el paso. Apártense, vacas, que la vida es corta.

Recuerdo que alguna vez pensé en pulir mis (casi nulas) habilidades literarias. Por otra parte, el agrado que tenía por el dibujo es algo que no he podido enterrar en la desmemoria. ¿Podré encontrar solaz y fuerzas en el templo de la creatividad? Dicha incógnita eclipsa la amargura en mi paladar, y me impulsa a retarme a mí mismo, solo con el afán de quitarme las telarañas de la duda. Un año. Los invito a que me acompañen este año, empezando hoy. Una entrada diaria, un vómito, una idea o quizá varias.

Contaré mis días por historias, no por horas. Veamos qué tan lejos se puede llegar...

miércoles, 19 de septiembre de 2012


I can not shake this feeling.
Death and black dew away
Leaves made ​​ash, rotten dreams
In a dark, perverse night.

What about heaven?
It just fell.

White roses, fall!
You insult our gods,
Fall, white ghosts,
Your burning sky.
Falling remains of forgotten love
Sweets and songs of those reports.

domingo, 19 de agosto de 2012

Madrugada

Madrugada.

Hora eterna de la consciencia,
el mal dormir y la sequía.
A ti hago reverencia,
inspiración súbita, rareza mía,
tiempo del desvelo y la soledad.

Eres el inventario de mi pasado,
la voz de mi existencia vacía;
en ti encuentro el desengaño
y por ti surge mi melancolía.

Madrugada,
noche muerta, mañana naciente y fin;
paz desierta, luna menguante,
piano discordante y guitarra afín.
Eres tú una dama desenfrenada
que arrullas y cantas al talento naciente;
mas en ti llevas cántaros de arena,
sueños, piedras, papel y tijeras,
creaciones sin dueño y canciones de Invierno,
el veraz instrumento y la imaginación febril.

Cada nota que arrancas a mi alma
se inscribe con fuego y sangre
en la partitura de mi sentir.

Letras, ideas, corazones y alegrías.

Madrugada,
a ti agradezco mi demencia,
mi tristeza, mi sonrisa,
y el voraz instinto del arte
que da sentido a mi existir.

lunes, 26 de marzo de 2012

Ciudad mía, ciudad.

La ciudad más grande del mundo. Qué descripción tan pobre.

Habían pasado ya, seis años desde que mis pulmones respiraron este smog tan puro. Y veinticinco años atrás, se me empezó a inculcar el miedo por ella, la siempre creciente, siempre caótica, nunca comprensiva, Ciudad de México.

Solo tuve dos años para intentar existir en ella. Fuera de la limitada esfera que me era permitido usar, existía todo un mundo de complicaciones indescriptibles; ideas flotantes en las paredes del Metro; rebeldía fija y siempre sin sentido; orates caminando con sus propios demonios a plena luz del día; skatos, punks, rockeros, darketos, y un sinfín de tribus más; esperanza al borde de las banquetas rebosantes de basura; miradas perdidas por doquier, en un ensueño alerta que embarga a los transeúntes y a los usuarios de los múltiples transportes colectivos; una lucha latente y siempre porfiada en sobrevivir, una esperanza. Esos dos años me abrieron los ojos a esta y mil realidades más; coexistí con todo aquello que siempre se me satanizó, y crecí, más de lo que quisiera admitir. Pero hoy aún, o más bien ayer, seguía siendo un niño.

Profetizé que sería una jornada dura. Y lo fue. Mas no por los motivos que yo tenía en mente, sino porque resultó ser más un viaje de muerte, que una pelea por la vida. Ayer morí, y hoy no soy el mismo en manera alguna. Los cambios que venían dándose desde hace varios años atrás, culminaron ayer en la traición suprema a lo que creía verdadero e inamovible; el código que creía mío, inmutable, perfecto. Ayer sucumbí, cerré los ojos, e intenté no pensar. Ayer hundí mi cuerpo en la banalidad más profunda, en el embotamiento de los sentidos debido al placer. Y hoy fui burlado, herido y vapuleado, con la mayor educación posible. Una mirada sardónica me dijo todo, y aquella pequeña y bien definida boca terminó de destruirme.

Ah, Ciudad de México. En ti vine a derramarme y a fallecer, más de una vez. En tus calles asfaltadas, tus anchas avenidas, tu constante ir y venir, en los ojos vacíos de tus habitantes. Descubrí qué es lo que más añoro de ti: el no existir. Sin embargo, eso se debe a que no estoy conforme con lo que soy ahora; de ahí que prefiera simplemente ser un número más, una estadística "esperando a ser cumplida". Cobardía pura, error de novatos. A ti te tenía miedo, a ser engullido por ti; no obstante, ayer caminé por pleno Centro, enmedio de la oscuridad, y físicamente sigo incólume. ¿Por qué no pude disfrutarte antes? ¡Esos años nunca volverán, y los anhelo tanto de vuelta! ¡Sumérgeme en tu seno, hazme olvidar que alguna vez me fui! ¡Quiero ser!

¡Cómo he temido, durante todo este tiempo! Un escape tras otro, un engaño y otro más, incluso infinitas complicaciones que creaba y recreaba sin ninguna razón más que el miedo. Dos personas, solo dos, me han hecho entender eso, ambas de maneras distintas. Una de ellas, con la sencillez de sus razonamientos. La otra, con la frialdad de sus opiniones. Y ambas me han dejado huella profunda, una como amante, la otra como hermana. Tengo que agradecer a las dos por este doloroso proceso. No sé si he de renacer; pero debo intentarlo, pues ahora ya no queda nada de mi cómodo mundo. Hoy, en las miradas ausentes de los transeúntes ejecutivos, descubrí todo aquello que no quiero ser. ¡Libertad, clamo ahora! ¡Libertad de mis ecos y profanaciones!

En esta ciudad, en este viaje, encontré más de lo que quería buscar. Me he perdido, y mi esencia aún vaga por algún parque, o va a bordo de un vagón del Metro. Posiblemente transite por las calles de Reforma, perdida y sin saber qué quiere. Pero esa es una parte de mí que murió, y como tal fue desprendida a golpes de mí; es el trozo de alma que ya no quiero ser, ni tener. Ya no soy tuyo, Distrito Federal; mas, por unos días, sentí todo aquello que en diecisiete años no alcancé a comprender. A ti, ciudad maldita, refugio de delincuencia y contaminación, infame recinto de la urbanidad, dedico mi nueva existencia, de la cual aún no sé si será mejor o peor que la anterior. El entender eso, será parte del desgarrante trance por el que aún debo pasar.

Tus muros grafiteados, tus autos encerrados en el perpetuo hastío del tráfico. Tus murales, tus parques, tus aflicciones y tus centros comerciales. Librerías, transeúntes, pérfidos buitres carnales. Todo aquello que tú eres, lo que hemos hecho que seas; ¿qué más puedo decir de ti, inhumana y engreída ciudad, que todo concentras y nada niegas?

Adiós, ciudad mía; yo no te he de volver a pisar. Si alguna vez mi cuerpo regresa, será otro el que venga habitándolo; hoy moriré dentro de ti, y mañana quizá me digne a volver a nacer.

Adiós, Distrito Federal.

martes, 13 de marzo de 2012

A mis veinticinco años.

A mis veinticinco años, he aprendido que la noche es más larga de lo que parece, que no se cuenta en horas, sino en humo y palabras. Que el tiempo que antes parecía eterno e inmutable, resulta ser una plática enrevesada entre mi pasado y mi futuro, donde el presente se canta en rimas plácidas y odas trágicas.

Que de mi vida no queda más que un momento y dos instantes, tres palabras y una sola melodía interminable, que trato de seguirla y cantarla pero el ritmo se escapa...

A mis veinticinco años, el pecado del alcohol y el beso del cigarro han probado ser aliados creativos, más si se toman en dosis moderadas, y siempre junto a un buen libro (o mejor aún, una boca dispuesta y una mente vivaz); permití que los albores del sexo profanaran mi castidad de mente, y ahora disfruto de la anatomía femenina como se saborea el capítulo último de una novela interminable. Con sagacidad y tristeza, a mis veintinco años he descubierto ideas que no pensaba, sentimientos que no tenía, y corazones que no recordaba haber dejado atrás; encontré el amargo gusto de la nostalgia, ¡miel y canela sobre hojuelas de arsénico!, sutil envenenadora del buen morir.

La pluma que porto, no tan cercana de la demencia como yo, es un cruel aliado que redobla sus embates cuando más obnubilada está la memoria - y más despierto el sentir puro. Hoy, un día cualquiera en la vida de un hombre cualquiera de veinticinco, ese instrumento fiel y voraz se revela como un mástil de salvación, la idea finita de un Dios cansado, el máximo avistar del porvenir no escrito. Yo, al tratar de empuñarla, olvido que no sé escribir, e imagino que redacto, dejando un reguero de tinta y desesperación allá donde voy.

En esta edad, cuarto de siglo, inminente derrota de la juventud, no he encontrado placer más deleznable que el deleitarse en la estupidez ajena. He ahí por qué me odio tanto a mí mismo, falaz practicante de vicios que repudio: la arrogancia y la soberbia corroen mi alma, y pretendo enjuiciar a quien procede como yo. He tratado, durante veintinco años, de inventarme y reinventarme, o más bien, de componer la rapsodia, que terminó en comedia, y ahora es mi existir. Quede ésto como testimonio macabro y fehaciente de una virtud desperdiciada; la mente sin cultivar es fermento para moscas, y siento ya gusanillos en mi cabeza. Me declaro culpable de la indolencia y el desvelo. Tantas noches en vigilia, perdidas en imponderables; tantas historias por contar, que han muerto desde la raíz. El epitafio de mi arte se escribió en tinta invisible.

A mis veinticinco años, me siento viejo. Porque los sentimientos que tengo, no son de veinticinco años; diría yo, que llevo un anciano de ochenta muy, muy adentro.