domingo, 30 de septiembre de 2012

Día 4: Mariposa.

Mariposa, con tus alas - sueños y luceros - 
Este día emprendiste tu camino
Hasta el inmutable firmamento.
Todo es silencio. Quisiera, un momento
Sentir el eco súbito de tu voz.
Vuela, vuela lejos... Aún no llego...
Pero ten por seguro que lo haré
A ese rincón, al sitio perfecto,
Donde reside el espacio sereno
Y la paz da cabida a tu ser.

Te extraño, siento tu pérdida
Como frío aguijón de irrealidad;
Si preguntaran "¿Cómo esta ella?"
Estoy seguro, casi podría jurar
"Le vi apenas, seguro bien está..."
Inesperado abrazo de los ángeles, 
Un suspiro pronto al corazón.
Lleva contigo mi esperanza, 
Estarás en un lugar mejor...

Si no apreciara tanto tu recuerdo,
No cantaría con quebrada voz.

Antes, tan solo imploro,
Que tu alma - la que tanto añoro -
Pronto vuelva a ver.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Día 3: Dedos.

Para mayores de 18 años. Algunas personas (particularmente chicas) podrían considerarlo ofensivo y/o perturbante, mis disculpas adelantadas. El motivo de tan grotesca narración es mi afán por revivir el germen creativo, buscando inspiración en los más insólitos motivos. Agradecería que, si se toman la molestia en leer el texto, lo hagan con una mente abierta y preparada, pues quizá el tronco de la narración pueda resultar casi repulsivo.

Doce de la tarde, un Jueves cualquiera. Estaba sentado frente a su escritorio, en aquel cuarto reducido y apenas equipado que le habían asignado como consultorio provisional. Ni siquiera el aire acondicionado podía vencer por completo al asfixiante calor de la atmósfera; el aire era pesado y húmedo, con resabios de la lluvia nocturna, y acompañado por los rayos vibrantes del Sol de mediodía. Enfundado en su bata de laboratorio, y vistiendo bajo ella prendas casuales, aquel galeno trataba de seguir el hilo de la conversación con el agente farmacéutico que había ido a visitarle. Todo en esta vida se reduce a compra y venta, pensaba nuestro personaje, aburrido ya ante la insistencia del vendedor. Su perorata entusiasta era rápidamente ignorada por el hastiado doctor, que buscaba el más mínimo pretexto para despedirle de su lugar de trabajo y continuar con la jornada laboral, que dicho sea de paso no prometía ser más relevante que la del día anterior.

Súbitamente, alguien tocó a su puerta. Aliviado, interrumpió cortésmente a su interlocutor, y se levantó de su asiento para franquearle la entrada al visitante. Dada la naturaleza del lugar (una farmacia de costos populares), esperaba encontrar alguna anciana reumática o quizá un obrero cualquiera aquejado por una gripa feroz. Cuál fue su sorpresa cuando, al abrir, se encontró cara a cara con una joven que frisaba los veintitrés: cabello largo y oscuro a los hombros; figura muy levemente pasada de peso, mas con todas las deliciosas curvas femeninas en su respectivo y apetecible lugar; tez morena clara y facciones delicadas tergiversadas por la molestia. El doctor le indicó que esperase fuera mientras despachaba al primer visitante y, sonriendo, regresó a su escritorio, terminando con prontitud la entrevista con el comerciante. Tras lo cual, tratando de emitir una voz que no demostrase su nerviosismo, indicó a la chica que pasara.

Junto con su próximo paciente entró un acompañante inesperado, que empañó un poco su regocijo. Venía con la mujer un joven de edad afín, rostro moreno y ceño adusto. Maldijo para sí, mas sonrió a los recién llegados y se dispuso a escuchar. Tras unos minutos de consulta, el médico dedujo varias posibles causas para los malestares de la fémina; sin embargo, un muy leve y escondido brillo de lujuria asomó a sus orbes, al darse cuenta que, a fin de confirmar sus sospechas, tendría ocasión de ejercer sus pervertidos designios.

Empezó por indicar a la chica que se acostase en el camastro de exploración, ignorando las explicaciones del acompañante masculino, y concentrándose en los sutiles movimientos de los músculos bajo la bronceada piel. Discretamente, tragó saliva cuando ordenó a la enferma que descubriese su abdomen, mandato que ella cumplió con deliciosa lentitud; devoró con la mirada cada centímetro de piel que se iba revelando bajo la ajustada blusa, arremangada ahora justo debajo de los magníficos pechos. El ombligo, ¡oh, lasciva cicatriz!, se le antojaba copa exquisita para beber la ambrosía de la vida; sin embargo, aún bajo los influjos de la excitación, mantuvo la calma y prosiguió con el examen táctil. Presionó distintas zonas, utilizando para ello sus dedos índice y medio; en base a dicha prueba, dedujo que la causa de los dolores provenía de algún punto del bajo vientre. Sabía qué hacer a continuación, y ese era justamente el pretexto para dar rienda suelta a sus deleznables vicios.

Con toda la seriedad de la que pudo echar mano, informó a la pareja que la zona afectada era hogar de varios órganos, y por ello era imposible determinar con un análisis tan somero la naturaleza exacta de la afección. Añadió, con un gesto que pretendía ser tranquilizador (más o menos logrado, cierta malicia teñía su expresión), que necesitaría hacer un reconocimiento de índole más íntima, para descartar cierta clase de problemas. La chica palideció ante tal declaración, y con gesto azorado se volvió hacia su compañero. Éste asintió, tranquilizador, y comenzó a acariciar su cabello; su rostro denotaba ternura y preocupación a partes iguales, aderezadas con cierta desconfianza. No obstante, él no era el doctor, y él no daba las órdenes. Disculpándose un momento para revolver en su gaveta, el vicioso matasanos les escuchó hablar en murmullos, notando la angustia en ambas voces. Tranquilo, no le haré nada que no sea necesario... Pensó para sí, deleitándose por anticipado con la morbosidad que acompañaría lo que debía ser un procedimiento casi rutinario.

Pidió entonces a su paciente que se despojara completamente de sus vestimentas, de la cintura para abajo. Visiblemente sonrojada, y con el rubor de la vergüenza coloreando sus mejillas, la joven aceptó, reticente aún. Empezó por desabrochar la falda que vestía, y no con poco esfuerzo pudo quitársela, ayudada por su pareja. Bajo la prenda vestía unas ajustadas mallas oscuras, que a pesar de su color aún dejaban adivinar el contorno elástico de su ropa interior. Se detuvo entonces, insegura; mas, tras cerrar los ojos, comenzó a quitarse también dicha prenda. Para suerte del médico aquel, el muchacho no tenía ojos ni oídos más que para su amada; de otro modo, pudo haber notado el indiscutible gozo que pobló los ojos del pervertido cuando contempló la entrepierna de la aquejada, cubierta apenas por unas finas pantaletas de tela prístina. Podía, con su corrompida imaginación, trazar el mapa de aquella flor magnífica, separada de él y su impudicia por fina y ajustada tela; saboreó el deleite del voyeur impune, y aún se detuvo un par de segundos más de lo meramente académico para paladear su siguiente paso.

La pobre y azorada mujer terminó de remover aquel último bastión del pudor. Ante la atenta mirada del voluptuoso, se desvelaban los misterios de la intimidad femenina; aún cuando no era ni por asomo la primera vez que gozaba de tan perverso placer, se sentía excitado como si nunca hubiera visto nada igual. Se imaginó a sí mismo entre las abiertas piernas de la fémina, separando los carnosos labios con su aberrante lengua; casi le oyó gemir y le sintió retorcerse, como si cupiera alguna posibilidad de que la pobre joven pudiera corresponder a sus desviadas fantasías. Pronto se repuso de aquella ensoñación, sin embargo; tenía frente a sí una obligación que cumplir (la cual estaría teñida de culposo deleite, sin duda alguna).

Calzó su diestra con un guante de látex. Tras pedir a la paciente que separara sus piernas, aplicó a su índice un poco de lubricante, y procedió a untarlo en la gloriosa entrada. La reacción de aquella mujer indefensa no se hizo esperar; instintivamente, las nalgas se tensaron, cerrando el paso a cualquier intruso y dificultando el goce del perpetrador. Mas éste era más experimentado, y tenía la ventaja de su posición autoritaria. Así pues, con sabios masajes, terminó por derribar lo suficiente las defensas para introducir el resbaloso dedo en la cavidad femenina, que se mantenía seca y rígida. Un lastimero gemido traspasó los labios de la agredida, al tiempo que su acompañante intentaba calmarle, ajenos ambos a los sucios pensamientos del asaltante. Éste último comenzó a palpar el interior de la estrecha vagina, la cual se empecinaba en expulsarle, como si el instinto mismo del cuerpo predijera mejor que el entendimiento las verdaderas intenciones del atacante. Se retorcía la muchacha de dolor e incomodidad, al tiempo que su agresor cumplía tanto con su trabajo médico como con las licencias para su lascivia.

Imaginaba el perverso doctor que los quejidos no eran debidos a la incomodidad y suplicio, sino que ésta se le entregaba por completo ante el experto tacto de él. Le veía claramente, invitante, sonriente, suspirando con cada arremetida de sus dedos, abriéndose su húmeda intimidad ante el inevitable placer que el viejo le causaba. Le masturbaba con creciente fuerza, arqueando sus apéndices para estimular el punto secreto que haría vibrar a su imaginaria amante; casi podía escuchar los anhelantes susurros, que iban in crescendo solicitando más, más más, acompañados de un voluptuoso movimiento de sus nalgas y caderas, que terminaría en explosivo y fulminante orgasmo... La verdad era otra; la desafortunada mujer luchaba porque el tormento terminase; su compañero, con creciente preocupación y enojo, trataba de tranquilizarle, alternando sus caricias con asesinas miradas al galeno, que a pesar de todo mantenía un gesto profesional...

Justo a tiempo despertó de su depravada alucinación. Cuidadosamente, extrajo sus dedos (había terminado por introducir dos en la vagina de la afectada), e informó al dúo que la chica presentaba síntomas de un posible cambio en el útero. Su diagnóstico era sincero, aún cuando el método de obtenerlo había estado manchado de obscenidad. Recobrando su aplomo, le permitió a la mujer vestirse de nueva cuenta, indicación que ésta acató con la mayor rapidez posible. Volvió a su escritorio, y garabateó una receta, adjuntando además indicaciones para más sofisticados - e indudablemente más profesionales - análisis que se requerirían para un dictamen preciso y definitivo. Les recomendó que realizaran sus instrucciones lo antes posible, a fin de evitar complicaciones graves; y tras cobrar la consulta (hecho réprobo en sí, como si el culposo placer obtenido no hubiese sido suficiente pago), cerró tras ellos la puerta, y puso el seguro en la manija.

Ninguno de los dos que se habían ido había notado que el doctor no había tirado el guante usado al cesto de basura. Discretamente, éste lo había guardado en un bolsillo, sin que ellos pudieran darse cuenta de tan extraño y antihigiénico proceder. Ahora, a salvo con sus fantasmas y réprobas ensoñaciones, extrajo el látex sucio de su bata de laboratorio, acercando la zona embadurnada con las secreciones íntimas de la víctima a su anhelante nariz. Aspiró profundamente, regodeándose con cada molécula que cruzaba su infame olfato; recreó entonces las magníficas formas de su inconcebible manceba, complaciéndose en cada detalle de la exploración perpetrada, pues estaba ya grabada a fuego en su memoria... No conforme con esa última violación, comenzó a chupar con fruición los fluidos vaginales que aún restaban en los guantes, frotándose furiosamente el creciente miembro por encima de la ropa mientras lo hacía. Lograda la erección, bajó el zipper de su pantalón y dejó libre la miseria de sus genitales arrugados y casi en desuso; al mismo tiempo, introdujo el plástico en su boca, succionándolo con desespero, como si en ello se le fuese la vida. El libidinoso facultativo siguió con su placer onanista, alcanzando prontamente el clímax; sus gemidos se vieron acallados en gran medida por la goma que ocupaba su boca, y su rancio semen se derramó encima del camastro.

Apenas recuperaba el resuello, cuando volvieron a tocar a su puerta. Se limpió el pene velozmente, y arrojó por fin el látex al cesto. Corrió entonces a abrir la puerta, siendo saludado por otra joven incauta que también buscaba remedio a sus malestares. Al darse la vuelta para regresar a su escritorio, notó de reojo una mancha blanca sobre el catre de examinación, y sonrió para sus adentros, fantaseando por anticipado con la segunda compañía de su día...

viernes, 28 de septiembre de 2012

Día 2: Plegaria.

Cuando decides poner mis fuerzas a prueba, te me antojas el ser más irónico y cruel de la creación. En esos momentos eres la sal sobre la herida, la prominencia antes de la caída, el murmullo que los suicidas escuchan al oído antes del acto fatal; eres un presagio funesto y el vacío legal en el karma. Podría insultarte, renegar de ti; los impulsos son varios, cada uno más irreverente que el anterior. Sé que no solucionarían nada, y peor aún: muy en el fondo, sé que nada de ello es tu culpa, y aún cuando lo fuese, eres como el padre que hace crecer poniendo piedras en el camino. Pero necesito maldecir, quejarme, mostrar una sonrisa y por dentro gritar con el desespero de los caídos; amargo por dentro y cordial en el exterior.

Se me pasa al cabo de horas, cigarros, ilusiones. Una vez que descargué el rencor agridulce, y no queda más que el vacío de la desesperanza, vuelvo a mirarte con aquellos ojos desprovistos de enojo, suplicantes y patéticos. Anhelante mi voz, cansados mis ademanes. ¿Es que te regodeas en las lágrimas? ¿Componen ellas la ambrosía que corre por tus venas? Ignoro todas esas preguntas, así como los reales motivos que me trajeron aquí; solo sé que, tras despotricar y lamentarme, solo me queda la plegaria y la lucha.

A ti me dirijo: fuerza invisible, consuelo ambiguo, visión más allá de lo evidente, caos en lo eterno. Ruego por que intercedas ante mí mismo, y me recuerdes cuántas veces me he caído y levantado; que lastimes mi alma con cardos y espinas, para recordar el dolor y cómo sobrevivir a él. Pido esperanza y paz, pero solo si la he merecido; pido por ella, la que a mi lado ha avanzado, mi escudo y mi espada contra tu porvenir. Que si es el peor de los casos, el que me ha colmado la paciencia y el llanto, sepamos sobrevivir y reponernos; lloraré las noches que tú pidas como tributo, y escribiré los lamentos que componen tus oraciones. Oh, lluvia inesperada, canción de los mutilados, sobredosis de divinidad; ruégote me concedas la templanza y las palabras, te pido a ti una luz de desespero, y un corazón teñido por la desgracia, que sepa responder a la tormenta.

¿Cuántas veces he de respirar este aire teñido de adversidad? Caminaré siempre con el estigma del condenado a la vida, como humano, como hombre, como mexicano, como ciudadano, como esposo, como padre. Facetas mías, algunas inexploradas, pero todas falaces cuando asoma el verdadero germen de la impotencia. Clamaré por ti hasta que el aliento me haya abandonado, y sepa al fin qué hacer; en el abrazo de la oscuridad, la más pequeña mota de luz será mi tabla de salvación. Solo necesito una respuesta... Después, plañiré por todo lo demás que falta.

"Padre nuestro que estás en los cielos..."

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Día 1: Transterra.

Con dedicatoria a una de mis amigas más antiguas y apreciadas.

Cierro los ojos. En el silencio de mi habitación, dejo que las olas de mi pensamiento anulen los susurros de mis culpas, que un aire salado nacido de mi imaginación exhume de mis poros cada preocupación, problema y fallo. Permito que me envuelva ese viento profético, que el murmullo de las aguas haga sucumbir mis sentidos a una suave melodía de calma y paz... Siento los hilos de aire envolviendo mi cuerpo entero. Dejo de sentir el peso de mi ser; atrás se quedan las cargas de realidad, los sinsabores y fracasos, la debilidad. Soy transportado en vilo por frías manos de quietud y brisa; conozco bien el destino, un lugar nombrado de maneras distintas, al que solamente se puede entrar con el corazón curioso y la esperanza en lo desconocido.

El tiempo comienza a transcurrir de manera diferente. Sé que los eones se suceden con la vertiginosa carrera de segundos en este lugar; que las ideas fluyen, tangibles, entre personajes de fantasía; reconozco las historias que pueblan este singular mundo. Poco a poco, mis ojos se abren, tratando de acostumbrarse al destello de mil hadas contadoras de cuentos. El panorama ante mí se revela vasto y caótico, con una singular y embriagadora belleza nacida de miles de mentes. Cada sueño, ilusión y palabra llega aquí, a la tierra onírica de las leyendas.

En mi lengua, le conocemos por otro nombre. Eldréion, le llaman los nativos: cuna de Eileen la Pura. Entre los millares de nombres que posee, éste es el que yo reconozco y reclamo como mío; así como otros entendimientos y sentimientos hicieron antes de mí, y seguirán haciendo. Ella, mi guardiana, le llamó Transterra, a su vez; solo quienes osan poner un pie en este plano quimérico podrían entender su vastedad y, al mismo tiempo, el porqué todos nosotros lo sentimos nuestro y particular. Y heme aquí, de regreso tras devastadoras oleadas de crudeza y abatimiento. Estoy en mi terruño más apreciado, la zona que solo a mí pertenece, mas comparto con todos. La Ciudad Oculta bulle en excitación ante mi llegada; puedo observar la vida cotidiana permeando entre los callejones; la Fuente Roja manando su exquisito elixir, el cual refulge con tonos carmesíes bajo el Sol de media tarde; los Guardianes, el salón del Concilio, y todos los pobladores unidos bajo el estandarte de la familia Clairt. Reconozco cada detalle; a todos ellos los he pensado y descrito de alguna manera, siquiera como imágenes en mi memoria; los adivino entre los azares del tiempo presente, y siento cómo ellos me dan la bienvenida tras mi larga ausencia.

Aquí, entre las historias, recuerdo mi lugar y mi porqué. Desenfundaré mi pluma de nueva cuenta, y volveré a relatar los misterios de esta comarca que muchos otros han descrito con maestría mayor a la mía. Sin embargo, el rumor de la tinta calma mis ansiedades, y me recuerda por qué tengo que vivir aún. De modo que volveré a recorrer las intrincadas calles, saltaré los muros y volveré a conocer a los habitantes de Eldréion, de Transterra, de la Tierra Media, de Fäerun y Eberron; de la multitud de nombres que denominan a este universo singular.

martes, 25 de septiembre de 2012

Un año.

Hay momentos en que es menester hacer un alto y reflexionar. El vacío interno puede ser ignorado por tiempos, intentamos seguir adelante y no ver dentro de nosotros mismos. Pero la bestia siempre nos alcanza, y por más que cerremos los ojos y tapemos nuestros oídos, sus rugidos y fétido aliento terminan por envolvernos completamente. Hay momentos para recordar, olvidar, creer, sentir, soñar; y siempre hay un punto en el camino, donde decidimos si seguiremos dibujando huellas en la arena, o cambiaremos el rumbo hacia el fragor de la montaña.

Hoy llegué a una de esas disyuntivas. No es la primera vez que permito que mis miembros se desplomen, mi mente se resquebraje, y mis ojos se inunden con los lamentos del ayer. Sin embargo, hoy fue diferente. Más que un ultimátum, me veo en la difícil elección de pelear o morir; cuando miré alrededor con desespero, intentando encontrar alguien a quién aferrarme, solamente pude percibir negrura. Estoy solo, al final. Nadie llorará con mis ojos, ni sentirá el calambre de mis piernas cansadas; hijo de hombre soy, y llevo conmigo el milenario castigo del desamparo.

Sé que necesito con suma urgencia ser algo más. El sabor de la mediocridad corona mis labios marchitos; es como una cruel ambrosía, elixir maldito que no me permitirá nunca olvidar el punto más bajo de mi existir. He aquí un ser humano derrotado por su propia carga, el interesante testimonio de un títere sin cuerdas; juguete olvidado, caricia nunca aceptada, melodía en el vacío, corazón entre las espinas. ¿No es patética la forma en que se admite la propia derrota?

No, cuando se tiene que encontrar en el interior una razón para seguir. No queda nada más que morderse los labios y apresurar el paso. Apártense, vacas, que la vida es corta.

Recuerdo que alguna vez pensé en pulir mis (casi nulas) habilidades literarias. Por otra parte, el agrado que tenía por el dibujo es algo que no he podido enterrar en la desmemoria. ¿Podré encontrar solaz y fuerzas en el templo de la creatividad? Dicha incógnita eclipsa la amargura en mi paladar, y me impulsa a retarme a mí mismo, solo con el afán de quitarme las telarañas de la duda. Un año. Los invito a que me acompañen este año, empezando hoy. Una entrada diaria, un vómito, una idea o quizá varias.

Contaré mis días por historias, no por horas. Veamos qué tan lejos se puede llegar...

miércoles, 19 de septiembre de 2012


I can not shake this feeling.
Death and black dew away
Leaves made ​​ash, rotten dreams
In a dark, perverse night.

What about heaven?
It just fell.

White roses, fall!
You insult our gods,
Fall, white ghosts,
Your burning sky.
Falling remains of forgotten love
Sweets and songs of those reports.