viernes, 25 de julio de 2014

Apología del muerto. II

"Perdóname.

Por haberme ido antes que tú. Por ceder al impulso más primigenio que el hombre conoce, la pulsión de muerte que los hombres más sabios han reconocido antes que yo. Porque mi camino jamás debió cruzarse con el de nadie, y aún así, la necedad, la enorme necesidad de calor en mis venas me arrojó a los pies del mundo, contradijo mis principios más básicos, y me hizo esclavo del horror.

Por las esperanzas que mueren conmigo. Por los años que me tomó llegar hasta este punto del sendero, por las lágrimas que jamás debieron derramarse por mí. Por los tragos de buen licor que nunca debieron tocar mi garganta, por los cigarros que fumé y contribuyeron a las nubes grises, por la música que no me fue posible componer.

Perdóname, por... "

Habían tantas cosas que deseaba decir. Nunca fue un hombre de grandes palabras, solo repetía lo que otras voces habían descubierto desde los tiempos más remotos. Su verdadera herencia sería compuesta de los despojos que en su habitación se hallaban desperdigados por doquier, junto con un montón informe de papeles repletos de ideas nunca maduradas. El viejo olor a acebo de su encierro perpetuo, algunas reminiscencias del porvenir. Y la nota que intentaba escribir, la verdadera despedida que llegaba, al fin, tras años de complacencia y falsa redención.

Era una carta a todos y a nadie. A media frase, tuvo que interrumpir la diserción; sentía el familiar reflejo del nudo en la garganta, el cosquilleo indiscreto en los ojos que anunciaba el sobrevenir del llanto. No quería - no debía - flaquear, la decisión había sido tomada desde que tuvo su primer asomo de conciencia. Era un cuerpo que desde el vientre ya pertenecía al vacío; solo le fue permitido aprender, en la más incompleta manera, el verso que los poetas jamás se dignaron a escribir, el insulto que suponía su escritura a los dioses de lo excelso. Con las palabras llegaron los sentimientos; aprendió a decir "amor" antes de sentirlo. Parecía que su tránsito por este mundo solo había tenido el objetivo de encontrar en sí mismo el valor para permitirse morir. No obstante, había amado, cometió la grave falta que supone abrirse a otros; cuando era claro que su sino le imponía permanecer en soledad. Quizá fue eso lo que demoró el paso que ya se antojaba necesario desde los albores de su adolescencia; se creyó igual a otros seres humanos, se sintió falsamente digno de ser amado.

Todas las mentiras que llegó a creer se le revelaron como una última comedia. Reía y lloraba, todo a un mismo tiempo, enfrentado con la amargura de su verdadera situación; la proverbial película de su vida estéril pasó frente a sus ojos en una sucesión macabra, fehaciente testimonio de varios años repletos de nada. ¿Quién podría derramar un llanto más amargo que el desengañado? ¿A qué deidad inerme podría clamar en busca de consuelo? La venda había caído de sus ojos, todo era cierto: cuando al fin decidiera irse, los segundos continuarían su marcha sin mayor pesar. Qué bufón más triste había sido, siempre fingiendo entereza cuando a su alrededor se desmoronaba la realidad; nadie habría de ver a través de sus ojos, nadie merecía un castigo tal. Solo deseaba que un último abrazo acogiera el suspiro profético de sus labios marchitos.

Quizá la nota nunca tuvo un final.

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