sábado, 29 de noviembre de 2014

El pequeño hombre triste.

El pequeño hombre triste caminaba por las aceras de la ciudad sin nombre, con un pequeño silencio tan triste como él cerrándole los ojos. Sus zapatos estaban tan llenos de lodo que cada huella de sus pasos se quedaba marcada en el pavimento, y le pesaban los pies al caminar. Parecía que había andado bastante - ¡casi treinta años! -, y eso se podía ver en su espalda de anciano prematuro, en los hilos grises que se asomaban, temerosos, entre la espesura de su cabello que alguna vez fue negro. Ese hombre, tan pequeño y tan triste, había ido de una ciudad a otra, buscando quién sabe qué cosa; creía que alguna vez otra persona le había dicho que se llamaba "felicidad", pero ahora no estaba tan seguro: la soledad le había endurecido los recuerdos para que se le olvidara cómo llorar. Papá Tiempo le había prestado unos años, para que se le cansaran las piernas y al final decidiera volver por sí mismo a la casa gris desde la que había comenzado el viaje. Ahí le esperaban otros hombres tristes que fueron de una vida a otra antes que él, algunos de los cuales dijeron cosas muy sabias o cantaron canciones muy bonitas; por eso a nuestro protagonista le daba vergüenza regresar, porque cuando los otros salieran a recibirlo no tendría nada que darles: ni una copla, ni un bonito libro con cubierta de colores, ni una melodía que hiciera bailar a quien la oyese. Nuestro hombre triste era pobre en esas cosas, apenas y sabía decir su nombre además de una que otra palabra rimbombante.

Pero a pesar de que no quería volver, el hombre triste empezaba a cansarse, con veintisiete lunas que habían encontrado cama en sus hombros, y le pesaban y le hacían doblar los brazos. Apenas podía ver a medias, el pobrecito, y eso con mucho trabajo porque la lluvia no se cansaba de darle golpes en la punta de la nariz. De vez en cuando, tomaba unos tragos de algo que a veces se parecía al jugo de manzana, y en otras era una bebida transparente, que olía fuerte y por un ratito le hacía sonreír. Pero solo le duraba un tiempo, porque cuando se le había acabado, volvía a mirar a su alrededor, con las mismas luces blancas y amarillas que decoraban las calles; con la amenaza de otra luna que quería hacerse un espacio justo entre su pecho y su corazón; con el maullido de los gatitos que se habían quedado atrás, en otras ciudades; y entonces solamente soltaba un suspiro largo como las notas de una canción antigua, para seguir caminando después, con la cabeza baja y contando sus pasos. A veces se sentaba a la orilla de la carretera y veía los autos pasar. En otras ocasiones, cuando se le acababan las banquetas y no sabía contar otras diferentes, sacaba un pequeño papelito de su chamarra y escribía las ideas que le venían a la cabeza: ave, miedo, ornitorrinco, amor. Había quienes decían que eso estaba muy bien, que era bonito y que quizá otras personas querrían leer las cosas en las que el hombre triste se gastaba los pocos lápices que le quedaban. Pero él solamente sonreía, negaba con la cabeza, a veces arrancaba la hoja para quemarla y calentarse la punta de los dedos (¿para qué más le podrían servir los pedacitos de papel?), dejando un montoncito de ceniza blanca como la nieve, aunque la ceniza debía ser negra o gris. 

El pequeño hombre triste había conocido toda clase de personas. Estaban los que le habían prestado una cama para pasar la noche calientito; los que, aún mejor, le habían dado un abrazo; los que le habían quitado hasta las cobijas que cargaba; los que querían caminar a su lado pero pronto se cansaban; los que le abrían la puerta de sus casas para que se quitara los zapatos y contara sus historias. Todos ellos se quedaban atrás, al final, porque él tenía que caminar solo, nadie podía cargar todas esas lunas junto con él. Por eso, cuando algún ave o gato u ornitorrinco caminaba al lado suyo, él dejaba de ver al frente del camino, para que sus ojos solamente se concentraran en quien quería acompañarle. Pero él sabía que tarde o temprano volvería a andar en silencio, resguardándose de la lluvia y el frío bajo los techos de los edificios viejos. Y es por eso que el pequeño hombre triste le daba todo a los que querían acompañarlo, porque si a algo le tenía miedo, era que cuando al fin encontrara la llave de la antigua casa gris, nadie le iba a recordar. Por eso andaba y andaba, y a veces trotaba y a veces iba de rodillas: porque sabía que cada día para él, era el último, y que en su caminar encontraría el sendero de regreso. Y también sabía que posiblemente la luna número veintiocho sería demasiado para él; de modo que, quizá, la casa gris estaría a la vuelta de la esquina, y la llave estaría esperándolo, como un descanso que siempre había esperado, para llevarle de vuelta al hogar. Ciertamente, era un hombre muy pequeño, y muy triste. Pero no conocía otro modo de vivir, de modo que seguiría caminando, hasta que las suelas se le acabaran o hasta que las piedras fueran tan pocas, que supiera al fin que había llegado a su destino.

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