martes, 28 de octubre de 2014

El deleite más grande de la felatriz es servir. Un par de labios carmín, entreabiertos, expectantes. Con suprema resignación, casi deseando que su pureza sucumba ante el falo invasor que habrá de romper ese sello del pudor, carne contra carne, un culposo placer de ser objeto de placer y deseo lúbrico a un tiempo. Plena realización del masoquismo inherente a todos, que en mayor o menor medida llegamos a desear ser usados por alguien cuya voluntad nos subyuga, ante quien el cariño es una muestra ganada y la recompensa máxima es la expresión ajena de libertad y desconcierto cuando el clímax acontece, traicionando los sentidos a la par que al corazón.

Quizá el momento sublime en que al final esos labios se cierran alrededor del miembro, condenados a memorizar la sal de la piel endurecida, a recorrer cada centímetro con dolorosa derrota, pues la inocencia sucumbe a la tentación con alarmante rapidez. Un par de manos, sí, asiendo a la dueña de esos labios, imprimiendo el ritmo dominante, usando esa boca como simple receptáculo, imponiendo su marca y voluntad. Jadeos ahogados, una garganta que se resiste hasta el final, rechazando al intruso enhiesto. Pero el mismo reflejo traiciona a la víctima, y al final cede, con la totalidad del sexo ajeno penetrando sin cesar. Y entonces el círculo se completa, una fusión pecamimosa y desbordante de soledad; cada uno en sus placeres propios, a solas con sus fantasmas eróticos, apenas conscientes de ese palpitar apremiante de los genitales que urgen al coito y al olvido.

Con esa misma sumisión plena te has entregado a mí en ocasiones de otras horas. Siempre ha sido satisfactorio derramarme en el interior de tu experta caverna, me sabes como el preso conoce los eslabones de su cadena, no necesito guiarte más para obtener lo que quiero. En el momento en que el diván me da hogar y te mire con esos ojos inconfundibles, demandantes, sé que veré contonearse tus andares de mujer estelar, llena de ti misma y de mí a una vez, inseparable, dedicada, paciente. Lo sabes, conoces el proceso, te entregas de forma desmedida mas exenta de miedo; tu cuerpo recuerda que, si bien habré de horadar tus muros con franca sinvergüenza, también en el asedio sentirás tus pétalos abrirse a mí, cortesana eterna; con la misma destreza del amante conocedor, habré de proporcionarte adoración igual a la que tú provees con tu caótica manera de amar. Te desbordas, puedo olerlo casi: me intoxica la fragancia de tu ser femenino, ese núcleo sin nombre que explota con mi lengua, mis dedos, mi sexo. Me perteneces, porque yo tengo la condena de ser tuyo; hagamos, pues, de esta mutua simbiosis algo lo más delicioso posible.

Solo haz un favor, cariño: te he enseñado antes que ninguna gota debe desperdiciarse, y por mucho que me enardezca ver el correr de mi simiente sobre la curva de tu mentón, trazando una ruta incansable hacia ese valle que pronto cubriré de cariclias, de vez en cuando debes recordar las reglas. Venga. Sé buena chica, no dejes nada mancillar tu piel lechosa, de lascivo espectro: rinde homenaje al regalo que la concupiscencia ha dejado en tu boca. Siempre es un íntimo consuelo ver que sucumbes, al final, a tu destino de abeja reina, y que el consorte que has elegido dista en gran medida de ser un simple zángano. ¿No es verdad, mi dulce castigo, que te has acostumbrado al sabor de mi hombría? ¿Que las noches en que no compartes mi lecho se vuelven tedio y augurio, que incluso cuando leas esto un cosquilleo traicionero despertará tu naturaleza de mantis? Tantos símiles, vida mía, y todos han venido a parar en lo mismo: la curva sinuosa de tu espalda que se pronuncia cuando jalo tu pelo y te aproximo hacia mí, levantando tu rostro que se hundía entre las sábanas.

Tantas letras y poesía, desperdigadas junto con tu ropa interior. Ah, y no es que no exista música y arte en el sexo bien entendido: la belleza del acto voraz se compara a las sinfonías, solo que no son cuerdas y oboes quienes dibujan el ritmo, sino el chocar de mis muslos contra tu centro. Y es que podría perecer contigo, en ti, dentro de tu ser, arriba o abajo, pero siempre ahí. Quizá tengas el privilegio de matarme algún día; pero esta noche, te aseguro, las amenazas no se cumplirán, más allá del mandato tácito que exige que te corras entre mis dedos.

De modo que he sido claro. Si necesitas saber más, ven. Siempre estaré dispuesto a recibir tus honores de felatriz.

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