lunes, 20 de octubre de 2014

Ven.

Shh. Calla, pequeña. Esta noche no quiero escuchar razones; si acaso, lo único que deseo es el sonido de tus gemidos de gata en celo, tu respiración agitada, el golpeteo de tus muslos recibiéndome sin tregua. Se ha terminado la poesía; incluso el alma más sensible puede dar paso a un depredador silente, que merced al encierro ha afilado aún más sus colmillos. Cuántas palabras bellas he declamado, qué odas, ¡qué consuelos! Cuando, esta vez, solo me queda el anhelo primitivo de que seas mía.

Ah ah, ¿no te he pedido silencio? No tienes permitido abrir la boca, cuando no sea para recibirme dentro de ella y hacerme llegar al clímax. Oh, y es que todo tiene un límite, cariño: y el suave contoneo de tus andares ha terminado por llevarme al mío. Ven, álzate la falda, obedece. Sabes muy bien cuánto tiempo he esperado por ver la sumisión en tus ojos, y aunque tu buen juicio te recuerda que jugar con fuego es peligroso, no es algo que te importó en el pasado, cuando me buscabas y provocabas las ansias de fundirme contigo, entre tus piernas. En esos momentos nada era necesario, más allá de esa jodida danza infernal en que me devorabas y yo te revivía con cada orgasmo. ¿Recuerdas? Yo sí, te lo aseguro: puedo dibujar el contorno de tus caderas con la lengua, trazarte en mis delirios y disfrutarte con la sabia paciencia de quien esculpe su obra maestra. Tus aires de fingida inocencia me engañaron, sí. Ese mirar cálido y de tenues notas de jazmín. No obstante, cuando las ropas cayeron y comenzaste a montarme cual amazona en franca pérdida del control, se acabaron los versos para dar paso a los suspiros. Y ahora que estás aquí, adivina: poco queda de ese sujeto que solo podía adorarte sobre un altar, lo has digerido y moldeado a tu ego y placer. El único presente soy yo, y ahora no quedan restricciones para arrancarte los velos de pudor que finges tener. Puro y franco instinto carnal.

Veo que comienzas a entender qué papel juegas en esta comedia. Te has quedado quieta y silenciosa, de no ser por la mano que (esperabas no viese) se deslizó discretamente en el recoveco de tus pecados. Y escucho claramente el aliento sibilante que despides, huelo ese perfume salado que acompaña la hinchazón de tus pétalos. Buena chica; sucia quizá, pero buena a final de cuentas. Qué complacido me siento, desde este asiento donde puedo esperar a que tu naturaleza te traicione y vengas gateando hacia mí, en busca de una tregua que no pienso darte. Ingenua mía, ¿esperabas que esas medias me sedujeran, que el vaporoso encaje cegara mi furia? Apuesta equivocada, chérie: no pienso despojarte de nada, tú misma me arrojarás hasta el último trozo de tela a los pies. Baila para mí, sé Mesalina, sé Babilonia. Ahógate con las memorias de tu espalda curvándose sobre la cama y la almohada sufriendo el castigo de tu morder. En la expectativa encontrarás mi pesar, entenderás por qué el esclavo se ha vuelto tirano, aceptarás tu suerte de cortesana y te rendirás a mí.

Es una orden: deja lo inútil atrás, aproxímate.

Aplaudiría, de no ser porque mis manos están ocupadas en algo infinitamente más importante: ahorrarte el trabajo de despertar mi enardecer. Puedo ver tus ojos siguiendo el vaivén, te muestras fascinada y atemorizada a un tiempo. Hacía tanto que no gozaba del desconcierto en tus facciones de seductora. Qué dulce te ves, tus labios carmín trémulos e impacientes, la piel de tu cuerpo abriéndose poco a poco al calor de tu centro. Claro que ha valido la pena esperar. Y mientras balanceas de un lado a otro tu gravedad, el bamboleo de tus senos generosos despide su propia, enigmática fragancia; una clara invitación a qur los marque de mil maneras distintas, que todo tu cuerpo dé fe de que yo estuve ahí. No sabes lo que te espera. O quizá sí lo sepas, y por ello tratas de desviar la mirada, te avergüenzas del rubor traicionero que tiñe tu piel de porcelana. Las hebras de tu melena azabache intentan cubrirte; tarea vana, todos tus secretos son míos ya. Te conozco como el amo conoce a su manceba, todas las fronteras derruidas y tan solo queda esa relación de dependencia, en que no podemos vivir sin el otro. Yo morí ante tu hechizo, pero tú eres ahora sierva de mis caprichos.

Veo que quieres hablar de nueva cuenta. Ven.

Es hora de que calles, y que tu garganta se acople a mi ser. Una vez pagada la fianza, negociaremos tu condena. Tus habilidades de felatriz serán la pieza clave que podrá salvarte o dictaminar un castigo más prolongado. Cuántas marcas habré de dejar sobre tu pellejo perlado por el sudor; si las personas que te vean al día siguiente podrán distinguir o no mis dientes en tu figura. Ven, felina domada; trae acá ese lindo trasero tuyo, ponlo frente a mí; la primera lección que has de aprender es que nunca tengo que repetirte las cosas. El último deje de reticencia ha desaparecido de tu sonrisa: aceptas tu lugar, te has sojuzgado a mis intenciones. Relames tus labios con fruición. Es hora de que empieces con tus argumentos.

Ven...

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