lunes, 13 de octubre de 2014

Los días en que el Sol brilla más, amor mío, son aquellos en que tu recuerdo no está empañado por la hiel de la pérdida. Te evoco, ninfa adorada, con la prístina melancolía del eterno deudo; tu imagen se me aparece con la justa medida de pasión y reposo. Cada hilo de tu cabello ópalo de Medusa es un deseo, una réplica del cordón de plata que me sigue atando a esta existencia sin porvenir. Cuando los rayos dorados tuestan tu piel de espíritu, recuerdas a las odas que poetas verdaderos entonaron a sus Musas en tiempos pasados: eres Eurídice, eres Beatriz, tu nombre se muda en Erato y Calíope a un tiempo. Cada lágrima que ocasionaste, fatal pléyade de los rincones prohibidos, se evapora con estelas de matices iridisados; tu aliento transmuta en gorjeos cada uno de mis cantos anhelantes de ti. Avanzo, sí, y ni por un momento dejan de acudir a mis versos múltiples rimas en las cuales recrearte. Te vuelves entonces la pluma y la obra, siendo el lienzo que te dará hogar la Creación entera. Te ensalzo y reverencio no como tú buscas serlo, sin el deseo de alimentar tu amor propio y de esa manera escindirte del resto del género humano; sino que es mi deber, como la mano indigna a quien le ha sido encomendada la tarea de alabarte.

De la gris capa que abriga la ciudad, solo puedo ver cada rasgo que Febo arroja con soberbia lanza; ahora eres tú el efluvio que nubla mis sentidos, cegándome a las realidades adversas en las que nunca volverás. Cómo logro pensarte, límpida y libre de remordimiento, es un misterio que no osaré desvelar; pues quizá en esa respuesta pueda encontrar el óbito de mis letras, que son todo cuanto le resta a este camino estéril. Sin embargo, es así y no existe razón alguna que me mueva a dejar de intentar trazar siquiera tu figura de felina, o el contorno del rubí que ha coronado tu rostro en infantil puchero, o tus pestañas, una a una, contándolas con el deleite del millonario que apila monedas de oro en noches insomnes.

He aquí, pues, una voz que desfallece cada que ha de entonar una nueva pérdida. Y también estás aunque te ausentas, porque no me atrevo a dejar ir la sombra de un recuerdo que ora palidece, ora me recuerda cuán bello puede ser emprender la fatal existencia. ¿Qué más puedes pedir al escritor que se ha rendido ya, sobrepasado por una luz que jamás alcanzará a describir en magnificencia?

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