martes, 2 de abril de 2013

Despedida

Cuando supo que el final había llegado, la primera sensación que llegó a sus órganos muertos desde hace semanas fue el desencanto. Siempre quiso que su deceso fuese algo significativo, que al menos alguien tomara su mano durante el trance final y vertiera la primera lluvia sobre su cuerpo aún caliente; fantaseaba con no pudrirse en silencio, solo, triste, desamparado. Sobre todo, quería que alguien le viera morir, no procurarse la paz por mano propia y dejar como único legado un cadáver que pronto sería composta. Quiso llorar, pero cada lágrima vibraba con propia voz en su garganta, ahogando sus quejidos; incluso la sangre de sus ojos se secaba, habiendo vertido una o dos gotas de rocío antes de que la certidumbre de la muerte silenciara su llanto. Se sentía completamente olvidado, roto su silencio y estoicismo tan sólo por el maullido de los gatos, y el incesante golpeteo en las teclas que transcribían sus últimos pensamientos. Palabra por palabra, trataba de expresar todo aquello que ahorcaba su razón; cada pensamiento no dicho, cada idea confusa, incluso los sentimientos tardíos y olvidados estaban ahí, a pesar de sus intentos por dejar atrás la melancolía adolescente y el sufrimiento masoquista, casi autoinflingido, de su naturaleza cáustica, mas voluble y sensible. Ese era él, siempre fue así: payaso de sonrisa triste, persona non grata de profesión, careta de fuerza y tranquilidad, pero volcánica agonía en el fondo. Sus ideales fueron varios, y con el tiempo aprendió a refinar aquello en lo que los hombres vuelcan sus esperanzas, confiando por completo en la Voluntad que creó y dio albedrío a sus semejantes, y que ahora se le antojaba misterio inútil, casi cruel Mano que le sepultó en el olvido en el último instante.

Gesto apagado y ojos cansados. Tras cada frase, una pausa. A modo de película de la memoria, recordaba  hechos aislados, palabras, personas, citas, muchedumbres, pensamientos, canciones, muertes. Su mente era un festín para los demonios de la desesperanza; su cuerpo, trémula parodia de un ser humano; su corazón, marchito órgano que impulsaba vida a los últimos rescoldos de su ser perdido. ¡Qué patetismo, señores, qué ópera tan cruel! ¡Mírenle, refugiado en su tormento, aferrado al último testamento que se empeña en dejar! Su semidesnudez grotesca, sentada frente a un monitor, desgranando los últimos fragmentos de su vida ya terminada. Sin poder legar a la historia algo más que horas muertas y canciones sin escribir. Triste espécimen de su raza decadente, pedazo de carne insuflado con un ánima vencida; translúcido era, casi desaparecía, bajo la luz mortecina de un foco de 60 watts.

Aún no sabía cómo, solo estaba seguro que iba a morir antes de los veintisiete predichos, y seguramente antes de haber escrito siquiera una página en el libro de la Vida. Y esa certeza traía una nueva oleada de remordimientos cada vez que asomaba a su cerebro embotado; era como si su existencia deseara aferrarse a la vida, a un caminar estéril y poblado de sinsabores, de esperanzas destrozadas y sueños empolvados. Cómo deseaba tener el simple valor de elegir un método, la última decisión que se le resistía. Seguía escribiendo, alargando los minutos, sabedor de su miedo a poner un fin real a la burla que era su existir. ¿Podía evitarlo, acaso? ¿Sería su muerte un último y verdadero acto de valor? ¿O se acobardaría al final, como otras tantas veces, y guardaría su tristeza como quien tapa un bolígrafo, y sigue caminando mientras simula estar bien?

Pensar en ello le hizo ver que solamente buscaba excusas para el final ya anunciado, posponiendo aún más la agonía de quienes podrían sufrir con ello. Así pues, cerró por última vez sus conversaciones, con una sonrisa amarga deformando su boca seca. Terminó de escribir aquella última entrada con un final abrupto, casi vomitado a toda prisa; sentía que era una lástima que fuese tan breve e insípida su última letra, mas, ¿qué podía hacer él, pobre testigo mudo de su propio padecer?

En aquel escrito final, dejó un agradecimiento profundo a la última persona que le escuchó, la que, infructuosamente, había tratado de disuadirle de tomar el tren a lo incierto. Ese calorcillo final permanecería en su corazón, incluso cuando sus latidos se apagasen gradualmente, y no se permitiría olvidarle incluso si había algo más allá de su suplicio. Nunca más.

Cerró la página, apagó parsimoniosamente la computadora, y se dirigió a la cocina. Un cuchillo refulgía bajo la luz eléctrica. Sonrió, sabiendo que había encontrado la última parte de su sinfonía personal.

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