sábado, 23 de mayo de 2015

Espectro.

Durante tanto tiempo, quise ser lo que necesitabas. No quería ver que tú no tenías un lugar en tu vida para el desastre que yo soy; me cegué por completo, aferrado a una mentira piadosa que yo mismo me inventé, en la que el tiempo serviría para que los restos de aquel sentimiento voraz e implacable que alguna vez tuviste reavivaran ese fuego que tanto deseé, pero rechazaba en pos de mi moral. Pero no será así, siempre lo supe aunque prefería no verlo. Mis relaciones son así, épocas de fuego seguidas de tedio mal disimulado. Será que quien me acompañe solo se queda el tiempo necesario para descubrir los restos escondidos en mi pecho, y la decepción invariablemente sobreviene al lograrlo. Sé quién soy, lo que soy, lo que jamás seré. Y duele saberlo. Así pues, ¿qué me motivaba a seguir la obra, sabiendo que el telón había caído hacía ya tantos meses atrás? Creo que mi papel en esta vida siempre será el de soporte secundario, procurando las sonrisas de otros sin saber cuándo fue la última vez que mi rostro se curvó de manera sincera. Soy un espectro. Desechable, fácil de olvidar. La gente tomará de mí lo que necesite y se irá cuando hayan descansado sus miembros. Esto ya no me molesta, quizá es lo mejor y aprenderé a amarlo. Por ahora lo acepto como lo inevitable para aquellos de mi clase: los que hablamos siempre disimulando el nudo en la garganta; aquellos que damos pasos inseguros porque siempre estamos al borde del precipicio; los cadáveres de nuestros propios falsos sueños. Qué más da, abrazo mi destino con la quietud del condenado a vida; quedará algo con el transcurrir de los años, siquiera una historia digna de ser contada en la sobremesa, cuando Cronos al fin te haya hecho justicia y encuentres esa felicidad que nadie más que tú merece.

Una existencia que transcurre sin esperanzas, gris, tenue. Seré siempre el palo seco, aunque a veces puedo sangrar tinta y dejar, a manera de savia putrefacta, testigos de mi propia destrucción en las palabras que conozco por mera y piadosa casualidad; mismas que puedo acomodar fingiendo que tendrán algún sentido, aunque es imposible darle tal a la tempestad. Todo fluye, se arremolina sin cesar con el capricho de los vientos, asediado por la música de plenilunio que solamente los locos podemos oír. Cada vez que la ventana se abre y los susurros de las profecías jamás descritas rompen los muros de la habitación, me veo poseído por las ansias de expulsar la marea de ideas entremezcladas que siempre han pernoctado en mi cabeza: lentamente les doy salida, a veces solo con mi puño y letra, en otras ocasiones ayudado por los estimulantes socialmente aceptados (y benditos por los insomnes, los malqueridos, los hombres que no saben dormir). Las tentaciones de vivir en ellos siempre persisten; su forma de amar, fácil y obscena, resulta increíblemente seductora para quienes solo buscamos nuevos medios para morir lentamente. Solo eso soy, al final: palabras sin sentido alguno, liturgia de una despedida perpetua, bala perenne que jamás alcanzará su objetivo en la rauda carrera que le tocó por camino. Escribiendo la banda sonora de su propio entierro a medida que el cortejo fúnebre se extiende, incluso por años y años, hasta que llega el momento prometido y las dudas se despejan.

Y ahora que me atrevo a reconocer todo esto, dime, amor mío: ¿verdad que tú también podrías odiarme? Vete, por favor. No podré verte al rostro nunca más, sabiendo qué soy y por qué jamás volveré a alcanzarte. Nuestros caminos llegaron tarde, toda exacta tú, pero equivocado por siempre yo. Dame un adiós y quizá un beso de compasión, camina lejos y aléjate. Al menos regálame ese último placer: el de observarte y poder almacenar en mis recuerdos los andares del sueño que jamás acaricié.

Un piano acompaña a la madrugada. Lo escucharé hasta que los infiernos dejen de estar en esta tierra.

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