miércoles, 16 de abril de 2014

Apología del muerto. I

Siento deseos de apurar el cáliz prohibido. Beberme la vida a sorbos de cicuta, buscar la grandeza de aquellos que, antes incluso que yo naciera, exaltaron las bondades de lo estoico y trascendieron la existencia nimia del hombre común... En suma, quiero volar tan alto, que el mismo aire no me permita descender; contemplar el rostro de Eos frente a frente, segundos antes de disolverme en la inmensa calma del éter.

He pernoctado en la existencia humana como un pasajero observador, guardando para mi fuero interno las ideas que cada persona ha aportado a mi viaje. La vida ha resultado ser un trayecto sembrado de piedras y tropiezos, donde la caída más insignificante puede dejar un dolor eterno en el espíritu del quebrantado; andando entre los abismos llega el hombre al encuentro con su destino, pues éste último es quien le busca, uno solo avanza a tientas en su caminar. El Bardo habló con sumo atino de esta tempestad: "...to suffer the slings and arrows of outrageous fortune..."; profeta de su tiempo, vaticinando que cada ser en su carrera esquiva mil lanzas y precipicios, para los que nunca está preparado y debe, aún así, afrontar sin miramientos.

Mas en los designios de Fortuna no se encuentra el dolor más grande. Allende los mares, en el corazón humano, existe una punzada sorda, inherente al espíritu, que busca siempre movernos a las alturas. Ignorada es, sin embargo, por la mayoría del género; son demasiados los tropiezos, cadenas, recriminaciones, y la determinación fenece con suma facilidad en el grueso del colectivo. Uno, pues, adormece los instintos primordiales en busca de la estabilidad o la pertenecencia; y aquellos que aún escuchan las miles de voces que su esencia compone, son fácilmente tildados de enfermos. Aquel que desea trascender se encuentra solo en la lucha, la misma convicción que le invita a tener alas le escinde por completo de su linaje. Y quizá sea cierto, se necesita del desapego y la locura para romper la venda que uno mismo se ha entretejido alrededor de los ojos; pocos son quienes se atreven a este paso decisivo, abrazándose a las reminiscencias de lo que alguna vez pudieron ser y perdiendo el temor a los susurros detrás del velo. Es entonces cuando la solución fatal asoma entre los delirios: el acero adquiere un brillo concupiscente, su hoja repleta de vida promete el siguiente paso en la búsqueda eterna; tanto el espíritu cobarde como el libre observan con total fascinación el augurio de lo etéreo - uno esperando reposo, el otro deseando la jornada.

El líquido desborda mi copa. A pesar de los años, aún sobra vino en las barricas añejas; no se han consumido las heces, todavía existe una reminiscencia de la uva en la bebida. Camino aún, hay un cierto olor a tierra húmeda persistente en mis fosas; sigo siendo abrazado por un viento fatídico, y no me permito cejar en la perpetua certeza de que el propósito aún no me ha sido revelado, que todavía quedan senderos por visitar. No obstante, esta convicción no afecta el amor conque, en ocasiones, me detengo a contemplar las mil y una dagas desnudas que podría empuñar para superar el terror que lo impredecible provoca en mi alma humana, irremisibilemente humana. Cada noche quedo a solas con mis espectros personales (nunca ajenos, siempre nacidos de mi propio ego e inconsciente), y entre sus dedos gélidos renacen pensamientos que creía alejados. Resulta necesario proveerse de una luz, pues la senda está envuelta en negrura asfixiante, y fácil es perderse entre los vericuetos del pensamiento. Es posible que el verdadero engaño no sea lo que concebimos como realidad, sino la serie de certidumbres que retroalimentamos con cada reflexión y memoria: ¿quién es aquel que, libre de lo insano, pueda levantarse como ser íntegro y proclamar su completo equilibrio? Nadie, nadie, nadie podrá serlo; y es por ello que comienzo a aceptar cada rumor oscuro que me carcome, ponderándolo, brindándole un rincón en las estancias de mi mente.

Y si la muerte es un propósito, si el paso es una espera, estoy en la antesala del tren; hacía poco sonó, una vez más, el anuncio de salida. Habrá que decidir si es el momento propicio para abordar o, una vez más, enfundarse en el abrigo - el recinto es helado, no olvidemos eso - y continuar la observación silente, impregnando mi conciencia con los vicios de mis congéneres. Retumba sin tregua el silbido de la próxima partida; la máquina ha comenzado sus gruñidos de metal insensible, y las vías están despejadas.

Hora de partir, hora de dormir.

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