martes, 2 de octubre de 2012

Día 6: Paquete.


Llevaba en las manos un paquete desconocido, preguntándose qué estaba dentro. No sabía si la curiosidad le había hecho recogerlo, o un sentido extraño de empatía por el destinatario; la tarjeta tan sólo daba una dirección, suficiente para dar con el futuro dueño. El pequeño envoltorio estaba sobre el césped, en aquel parque donde, tiempo atrás, la invitante brisa y el escondite del Sol propiciaban el encuentro de dos enamorados o el retozo alegre de los párvulos. Resultaba intrigante, ¿cómo llegó ahí? ¿Se habría caído de alguna bolsa? ¿Intencionadamente alguien lo dejó, olvidado y sin vida, a la espera de un alma caritativa que llevara consigo la responsabilidad de entregarlo? Sin duda, al menos un par de estas cuestiones pasaron por su mente.

Mas su semblante permanecía animoso, sin ninguna sombra de suspicacia. Era feliz haciendo el encargo que nadie realizó. Se preguntaba cuánto tiempo estuvo el pobre objeto olvidado en una cama verde. Cuántas personas iban de aquí para allá, pasando de largo, fijando su mirada en él tan sólo el tiempo suficiente para convencerse de que no era asunto de su incumbencia. Esperando, con su fría alma de objeto a la expectativa. Quizá el Sol, incluso la Luna, le dirigieron miradas de pena, o los árboles le arrullaron mientras la espera se hacía más larga. Fue el cántico de las hojas lo que le infundió esperanza para seguir reposando en su lecho de pasto. Hasta que se apiadó de él y lo condujo a su destino.

Iba caminando con un paso seguro, con la atención fija en las calles; sería una lástima que se perdiera junto con el envío. Una, dos, varias cuadras pasaban fugaces ante sus pies. Aceleró el paso, pues de súbito recordó el verdadero motivo de su salida, y no quería demorarse más de lo necesario por su inesperada tarea autoencomendada. La gente le observaba con asombro, su marcha resultaba cada vez más presurosa. Las piernas empezaban a molestarle, y los pies exigían un descanso de aquel andar rápido. Se dio la orden de resistir, a juzgar por sus conocimientos de la ciudad el objetivo estaba cerca. Llegaba tarde a la cita con su destino.

Al cabo de un tramo (que le pareció más largo que el resto de la caminata, tal era su cansancio), una puerta de madera apareció ante sus ojos. Se trataba de una residencia opulenta, una de las más grandes que en su vida había contemplado. Quien ahí morara debía gozar de una economía desahogada, a juzgar por las apariencias y los vehículos estacionados tras la reja que soportaba nuestra puerta. Entonces vaciló un poco, no era algo que fuese su costumbre, ni la clase de lugares que solía frecuentar. Respiró profundo, ¡qué corazón tan inoportuno, se dignaba retozar en estos momentos de decisión!, y dio un paso adelante.

Tocó el timbre. Tardó un poco en salir alguien, un hombre de traje negro, camisa blanca y corbata lúgubre. Facciones duras, posiblemente un guardaespaldas. Parcamente, preguntó por la razón de la visita, a lo que sólo pudo balbucear un poco sobre el paquete, su historia a medias, lo poco que conocía. Y lo entregó, sín más ceremonia.

Ya había dado la vuelta, cuando el mismo sujeto le detuvo, diciéndole que esperase un poco, pues el contenido de la cajita, una vez abierta, resultaba importante para el legítimo dueño, y como tal éste iba a recompensarle. Le pidió que le acompañara al interior del edificio. Accedió, no sin antes dudar un poco; ya era tarde. Pero al fin decidió entrar, más que nada por no desairar al destinatario.

Una vez adentro, la bala penetró en su cabeza, limpiamente. Nunca llegó a saber qué contenía el envío, que tan amorosamente llevó a su propia tumba.

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