sábado, 29 de septiembre de 2012

Día 3: Dedos.

Para mayores de 18 años. Algunas personas (particularmente chicas) podrían considerarlo ofensivo y/o perturbante, mis disculpas adelantadas. El motivo de tan grotesca narración es mi afán por revivir el germen creativo, buscando inspiración en los más insólitos motivos. Agradecería que, si se toman la molestia en leer el texto, lo hagan con una mente abierta y preparada, pues quizá el tronco de la narración pueda resultar casi repulsivo.

Doce de la tarde, un Jueves cualquiera. Estaba sentado frente a su escritorio, en aquel cuarto reducido y apenas equipado que le habían asignado como consultorio provisional. Ni siquiera el aire acondicionado podía vencer por completo al asfixiante calor de la atmósfera; el aire era pesado y húmedo, con resabios de la lluvia nocturna, y acompañado por los rayos vibrantes del Sol de mediodía. Enfundado en su bata de laboratorio, y vistiendo bajo ella prendas casuales, aquel galeno trataba de seguir el hilo de la conversación con el agente farmacéutico que había ido a visitarle. Todo en esta vida se reduce a compra y venta, pensaba nuestro personaje, aburrido ya ante la insistencia del vendedor. Su perorata entusiasta era rápidamente ignorada por el hastiado doctor, que buscaba el más mínimo pretexto para despedirle de su lugar de trabajo y continuar con la jornada laboral, que dicho sea de paso no prometía ser más relevante que la del día anterior.

Súbitamente, alguien tocó a su puerta. Aliviado, interrumpió cortésmente a su interlocutor, y se levantó de su asiento para franquearle la entrada al visitante. Dada la naturaleza del lugar (una farmacia de costos populares), esperaba encontrar alguna anciana reumática o quizá un obrero cualquiera aquejado por una gripa feroz. Cuál fue su sorpresa cuando, al abrir, se encontró cara a cara con una joven que frisaba los veintitrés: cabello largo y oscuro a los hombros; figura muy levemente pasada de peso, mas con todas las deliciosas curvas femeninas en su respectivo y apetecible lugar; tez morena clara y facciones delicadas tergiversadas por la molestia. El doctor le indicó que esperase fuera mientras despachaba al primer visitante y, sonriendo, regresó a su escritorio, terminando con prontitud la entrevista con el comerciante. Tras lo cual, tratando de emitir una voz que no demostrase su nerviosismo, indicó a la chica que pasara.

Junto con su próximo paciente entró un acompañante inesperado, que empañó un poco su regocijo. Venía con la mujer un joven de edad afín, rostro moreno y ceño adusto. Maldijo para sí, mas sonrió a los recién llegados y se dispuso a escuchar. Tras unos minutos de consulta, el médico dedujo varias posibles causas para los malestares de la fémina; sin embargo, un muy leve y escondido brillo de lujuria asomó a sus orbes, al darse cuenta que, a fin de confirmar sus sospechas, tendría ocasión de ejercer sus pervertidos designios.

Empezó por indicar a la chica que se acostase en el camastro de exploración, ignorando las explicaciones del acompañante masculino, y concentrándose en los sutiles movimientos de los músculos bajo la bronceada piel. Discretamente, tragó saliva cuando ordenó a la enferma que descubriese su abdomen, mandato que ella cumplió con deliciosa lentitud; devoró con la mirada cada centímetro de piel que se iba revelando bajo la ajustada blusa, arremangada ahora justo debajo de los magníficos pechos. El ombligo, ¡oh, lasciva cicatriz!, se le antojaba copa exquisita para beber la ambrosía de la vida; sin embargo, aún bajo los influjos de la excitación, mantuvo la calma y prosiguió con el examen táctil. Presionó distintas zonas, utilizando para ello sus dedos índice y medio; en base a dicha prueba, dedujo que la causa de los dolores provenía de algún punto del bajo vientre. Sabía qué hacer a continuación, y ese era justamente el pretexto para dar rienda suelta a sus deleznables vicios.

Con toda la seriedad de la que pudo echar mano, informó a la pareja que la zona afectada era hogar de varios órganos, y por ello era imposible determinar con un análisis tan somero la naturaleza exacta de la afección. Añadió, con un gesto que pretendía ser tranquilizador (más o menos logrado, cierta malicia teñía su expresión), que necesitaría hacer un reconocimiento de índole más íntima, para descartar cierta clase de problemas. La chica palideció ante tal declaración, y con gesto azorado se volvió hacia su compañero. Éste asintió, tranquilizador, y comenzó a acariciar su cabello; su rostro denotaba ternura y preocupación a partes iguales, aderezadas con cierta desconfianza. No obstante, él no era el doctor, y él no daba las órdenes. Disculpándose un momento para revolver en su gaveta, el vicioso matasanos les escuchó hablar en murmullos, notando la angustia en ambas voces. Tranquilo, no le haré nada que no sea necesario... Pensó para sí, deleitándose por anticipado con la morbosidad que acompañaría lo que debía ser un procedimiento casi rutinario.

Pidió entonces a su paciente que se despojara completamente de sus vestimentas, de la cintura para abajo. Visiblemente sonrojada, y con el rubor de la vergüenza coloreando sus mejillas, la joven aceptó, reticente aún. Empezó por desabrochar la falda que vestía, y no con poco esfuerzo pudo quitársela, ayudada por su pareja. Bajo la prenda vestía unas ajustadas mallas oscuras, que a pesar de su color aún dejaban adivinar el contorno elástico de su ropa interior. Se detuvo entonces, insegura; mas, tras cerrar los ojos, comenzó a quitarse también dicha prenda. Para suerte del médico aquel, el muchacho no tenía ojos ni oídos más que para su amada; de otro modo, pudo haber notado el indiscutible gozo que pobló los ojos del pervertido cuando contempló la entrepierna de la aquejada, cubierta apenas por unas finas pantaletas de tela prístina. Podía, con su corrompida imaginación, trazar el mapa de aquella flor magnífica, separada de él y su impudicia por fina y ajustada tela; saboreó el deleite del voyeur impune, y aún se detuvo un par de segundos más de lo meramente académico para paladear su siguiente paso.

La pobre y azorada mujer terminó de remover aquel último bastión del pudor. Ante la atenta mirada del voluptuoso, se desvelaban los misterios de la intimidad femenina; aún cuando no era ni por asomo la primera vez que gozaba de tan perverso placer, se sentía excitado como si nunca hubiera visto nada igual. Se imaginó a sí mismo entre las abiertas piernas de la fémina, separando los carnosos labios con su aberrante lengua; casi le oyó gemir y le sintió retorcerse, como si cupiera alguna posibilidad de que la pobre joven pudiera corresponder a sus desviadas fantasías. Pronto se repuso de aquella ensoñación, sin embargo; tenía frente a sí una obligación que cumplir (la cual estaría teñida de culposo deleite, sin duda alguna).

Calzó su diestra con un guante de látex. Tras pedir a la paciente que separara sus piernas, aplicó a su índice un poco de lubricante, y procedió a untarlo en la gloriosa entrada. La reacción de aquella mujer indefensa no se hizo esperar; instintivamente, las nalgas se tensaron, cerrando el paso a cualquier intruso y dificultando el goce del perpetrador. Mas éste era más experimentado, y tenía la ventaja de su posición autoritaria. Así pues, con sabios masajes, terminó por derribar lo suficiente las defensas para introducir el resbaloso dedo en la cavidad femenina, que se mantenía seca y rígida. Un lastimero gemido traspasó los labios de la agredida, al tiempo que su acompañante intentaba calmarle, ajenos ambos a los sucios pensamientos del asaltante. Éste último comenzó a palpar el interior de la estrecha vagina, la cual se empecinaba en expulsarle, como si el instinto mismo del cuerpo predijera mejor que el entendimiento las verdaderas intenciones del atacante. Se retorcía la muchacha de dolor e incomodidad, al tiempo que su agresor cumplía tanto con su trabajo médico como con las licencias para su lascivia.

Imaginaba el perverso doctor que los quejidos no eran debidos a la incomodidad y suplicio, sino que ésta se le entregaba por completo ante el experto tacto de él. Le veía claramente, invitante, sonriente, suspirando con cada arremetida de sus dedos, abriéndose su húmeda intimidad ante el inevitable placer que el viejo le causaba. Le masturbaba con creciente fuerza, arqueando sus apéndices para estimular el punto secreto que haría vibrar a su imaginaria amante; casi podía escuchar los anhelantes susurros, que iban in crescendo solicitando más, más más, acompañados de un voluptuoso movimiento de sus nalgas y caderas, que terminaría en explosivo y fulminante orgasmo... La verdad era otra; la desafortunada mujer luchaba porque el tormento terminase; su compañero, con creciente preocupación y enojo, trataba de tranquilizarle, alternando sus caricias con asesinas miradas al galeno, que a pesar de todo mantenía un gesto profesional...

Justo a tiempo despertó de su depravada alucinación. Cuidadosamente, extrajo sus dedos (había terminado por introducir dos en la vagina de la afectada), e informó al dúo que la chica presentaba síntomas de un posible cambio en el útero. Su diagnóstico era sincero, aún cuando el método de obtenerlo había estado manchado de obscenidad. Recobrando su aplomo, le permitió a la mujer vestirse de nueva cuenta, indicación que ésta acató con la mayor rapidez posible. Volvió a su escritorio, y garabateó una receta, adjuntando además indicaciones para más sofisticados - e indudablemente más profesionales - análisis que se requerirían para un dictamen preciso y definitivo. Les recomendó que realizaran sus instrucciones lo antes posible, a fin de evitar complicaciones graves; y tras cobrar la consulta (hecho réprobo en sí, como si el culposo placer obtenido no hubiese sido suficiente pago), cerró tras ellos la puerta, y puso el seguro en la manija.

Ninguno de los dos que se habían ido había notado que el doctor no había tirado el guante usado al cesto de basura. Discretamente, éste lo había guardado en un bolsillo, sin que ellos pudieran darse cuenta de tan extraño y antihigiénico proceder. Ahora, a salvo con sus fantasmas y réprobas ensoñaciones, extrajo el látex sucio de su bata de laboratorio, acercando la zona embadurnada con las secreciones íntimas de la víctima a su anhelante nariz. Aspiró profundamente, regodeándose con cada molécula que cruzaba su infame olfato; recreó entonces las magníficas formas de su inconcebible manceba, complaciéndose en cada detalle de la exploración perpetrada, pues estaba ya grabada a fuego en su memoria... No conforme con esa última violación, comenzó a chupar con fruición los fluidos vaginales que aún restaban en los guantes, frotándose furiosamente el creciente miembro por encima de la ropa mientras lo hacía. Lograda la erección, bajó el zipper de su pantalón y dejó libre la miseria de sus genitales arrugados y casi en desuso; al mismo tiempo, introdujo el plástico en su boca, succionándolo con desespero, como si en ello se le fuese la vida. El libidinoso facultativo siguió con su placer onanista, alcanzando prontamente el clímax; sus gemidos se vieron acallados en gran medida por la goma que ocupaba su boca, y su rancio semen se derramó encima del camastro.

Apenas recuperaba el resuello, cuando volvieron a tocar a su puerta. Se limpió el pene velozmente, y arrojó por fin el látex al cesto. Corrió entonces a abrir la puerta, siendo saludado por otra joven incauta que también buscaba remedio a sus malestares. Al darse la vuelta para regresar a su escritorio, notó de reojo una mancha blanca sobre el catre de examinación, y sonrió para sus adentros, fantaseando por anticipado con la segunda compañía de su día...

1 comentario:

  1. Si tengo que ser sincera, retorcidamente un deleite de leer corazon *-* las emociones fluyen muy bien y no veo problema alguno en la redaccion al respecto.. ¿grotesco? neh, me parece genial e inspirador... realmente divertido de ver a un perfido matasanos. Me recuerda a mi pequeño escrito que tengo titulado Infierno Frio con Alias como protagonista...tiene un aire muy similar... mjmjmj pero mas extremo supongo..

    Un abrazo corazon ^^ sigue adelante escribiendo.

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