martes, 13 de marzo de 2012

A mis veinticinco años.

A mis veinticinco años, he aprendido que la noche es más larga de lo que parece, que no se cuenta en horas, sino en humo y palabras. Que el tiempo que antes parecía eterno e inmutable, resulta ser una plática enrevesada entre mi pasado y mi futuro, donde el presente se canta en rimas plácidas y odas trágicas.

Que de mi vida no queda más que un momento y dos instantes, tres palabras y una sola melodía interminable, que trato de seguirla y cantarla pero el ritmo se escapa...

A mis veinticinco años, el pecado del alcohol y el beso del cigarro han probado ser aliados creativos, más si se toman en dosis moderadas, y siempre junto a un buen libro (o mejor aún, una boca dispuesta y una mente vivaz); permití que los albores del sexo profanaran mi castidad de mente, y ahora disfruto de la anatomía femenina como se saborea el capítulo último de una novela interminable. Con sagacidad y tristeza, a mis veintinco años he descubierto ideas que no pensaba, sentimientos que no tenía, y corazones que no recordaba haber dejado atrás; encontré el amargo gusto de la nostalgia, ¡miel y canela sobre hojuelas de arsénico!, sutil envenenadora del buen morir.

La pluma que porto, no tan cercana de la demencia como yo, es un cruel aliado que redobla sus embates cuando más obnubilada está la memoria - y más despierto el sentir puro. Hoy, un día cualquiera en la vida de un hombre cualquiera de veinticinco, ese instrumento fiel y voraz se revela como un mástil de salvación, la idea finita de un Dios cansado, el máximo avistar del porvenir no escrito. Yo, al tratar de empuñarla, olvido que no sé escribir, e imagino que redacto, dejando un reguero de tinta y desesperación allá donde voy.

En esta edad, cuarto de siglo, inminente derrota de la juventud, no he encontrado placer más deleznable que el deleitarse en la estupidez ajena. He ahí por qué me odio tanto a mí mismo, falaz practicante de vicios que repudio: la arrogancia y la soberbia corroen mi alma, y pretendo enjuiciar a quien procede como yo. He tratado, durante veintinco años, de inventarme y reinventarme, o más bien, de componer la rapsodia, que terminó en comedia, y ahora es mi existir. Quede ésto como testimonio macabro y fehaciente de una virtud desperdiciada; la mente sin cultivar es fermento para moscas, y siento ya gusanillos en mi cabeza. Me declaro culpable de la indolencia y el desvelo. Tantas noches en vigilia, perdidas en imponderables; tantas historias por contar, que han muerto desde la raíz. El epitafio de mi arte se escribió en tinta invisible.

A mis veinticinco años, me siento viejo. Porque los sentimientos que tengo, no son de veinticinco años; diría yo, que llevo un anciano de ochenta muy, muy adentro.

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